10 de noviembre de 2016

El regreso

Campos de lavanda, Vincent Van Gogh


Cuando él me dejó, hice todo lo contrario a lo que recomendaban las amigas y los libros de autoayuda que empezaron a regalarme. Experimentaba una total desgana por ver gente, y menos aún me apetecía salir por las noches o apuntarme a cursos de macramé. Me sentía como una niña desamparada, e hice lo que haría una criatura en esas circunstancias: volver a casa. Tomé un tren y recorrí los 500 kilómetros que me separaban de la costa con las gafas de sol puestas y sin dejar de apretar un pañuelo de papel arrugado entre mis dedos.


Al bajar del tren, la brisa secó mis lágrimas dejando riachuelos marchitos sobre mi rostro. El olor del mar penetró en mis pulmones doliendo como si acabaran de resucitarme sobre una camilla. Tomé la maleta y enfilé la cuesta en dirección a la casa. Esta se alzaba a las afueras del pueblo, en una colina desde la que se dominaba la bahía. Se divisaban desde bien lejos sus muros enjalbegados y sus contraventanas azules. Ya no había geranios de vivos colores sobre los alféizares, que lucían ahora desnudos y fríos como la mesa de trabajo de un forense.

El interior estaba oscuro y olía a rancio como una fábrica de quesos abandonada. Dejé la maleta en la misma puerta y fui hasta la galería, donde me senté en la vieja mecedora del abuelo. La madera crujió bajo mi peso, y recordé el desgarro en el mimbre que ocultaba un viejo cojín. Y allí, por fin, me encontré con mi mar, tras los cristales enturbiados por cien tormentas.
Sería difícil sacar de mi cabeza aquella sonrisa capaz de quebrantar mis tormentos; sus ojos del color de la miel derramada bajo el sol. Pensé que al menos podría comenzar a olvidar el olor de su piel de lavanda y rocío que siempre me transportaba a nuestro viaje a la Provenza; hasta que abrí el armario de ropa blanca de la abuela, y lo encontré esperándome entre las sábanas de hilo, condensado en pequeños ramilletes atados con hilo bramante.



21 de octubre de 2016

K

Alberto es médico, como mi padre, pero creo que a él nadie quiere matarle. Lo sé porque cuando me lleva al colegio recorre todos los días el mismo camino y hasta bromea con nosotros en el coche. El colegio me gusta, aunque aún no entiendo la mayoría de las cosas que me dicen. Mi momento preferido allí es el recreo, porque no es necesario hablar para jugar, y sobre todo porque los niños no me miran con esa lástima benevolente que encuentro siempre en las miradas adultas.

Alicia también es muy buena conmigo. Me sonríe al secarme el pelo con la toalla después del baño, y me besa cada noche después de contarme un cuento. Pero me acuerdo mucho de mamá, y no logro sentir con ella el calor que notaba apretado entre sus brazos. Aún con la ropa empapada y la boca sabiendo a salitre, mamá lograba calentarme el corazón y la piel contra su pecho.

Mi nueva familia dice que este verano nos llevarán a la playa. Lo anuncian con los ojos brillantes y grandes sonrisas, como si el mar fuera algo maravilloso. A mis nuevos hermanos parece gustarles mucho la idea, pero yo siento que me ahogo, no quiero ir. No soporto la idea de volver a ver ese mar oscuro que se tragó a mamá tan cerca de la orilla. El monstruo que me privó de sus cálidos abrazos, y de esa forma suya tan dulce de decir mi nombre: Karim.


16 de octubre de 2016

La importancia de un sufijo

Hay verbos que sólo deberíamos usar en su forma reflexiva. 

No todos, por supuesto, pero sí algunos. Hay verbos que representan acciones agradables en sus dos formas. Escribir, por ejemplo, me parece una forma muy agradable de pasar el tiempo. Pero escribirse es mucho más. Algo que siempre me gustó hacer, y que en general hacemos cada vez menos. Lo hemos sustituido por enviarnos un meme de vez en cuando, y desde luego no es lo mismo. No por el contenido, que ya en sí es bastamte lejano a una comunicación personal, sino sobre todo porque no somos el destinatario elegido por quien lo envía, sino uno más de una lista de sospechosos habituales.

Comer es otro de esos verbos ambivalentes. Representa una acción siempre placentera, tanto en su forma básica como con sufijo. Lo mismo que besar y reír. Mirar, en cambio, tiene sus matices. Denota una acción sencilla que, en su forma reflexiva, deja de serlo tanto y puede llegar a convertirse en poesía. Con amar tengo mis dudas. Es hermoso en las dos formas, pero bastante más satisfactorio en reflexivo.

Pero el que siempre me ha llamado más la atención es el último. La diferencia entre echar de menos y echarse de menos es un mundo. En su primera forma, el corazón se encoge porque siente la falta de alguien que tal vez ya no está entre nosotros, o el desapego de quien aun estando, no nos recuerda. Se  trata de una acción en solitario que no aporta nada al individuo que la realiza y que debería por su bien dejar de ejercer. Cuando en cambio la acción se realiza con el sufijo verbal, genera alegría y felicidad. La distancia puede convertirse en cercanía, y uno acaba dando gracias a la vida por poder tener a alguien que sienta lo mismo que tú aunque no esté a tu lado.

Ojalá existiera un mecanismo mental que detectase el mal uso de algunos verbos y nos avisara para dejar de utilizarlos. Científicos del mundo, os invoco.