30 de junio de 2016

Flirteos de semáforo



Qué curiosa es la diferencia de comportamiento entre mujeres y hombres en los 'amores' de semáforo y el pavoneo de coche a coche. Esta tarde volviendo a casa, mientras estaba detenida en el carril izquierdo en el semáforo de la plaza de los Sagrados Corazones, con un todo terreno a mi derecha pilotado por un caballero de los de ´me sobra un brazo y por eso lo llevo fuera' y mirada de hielo azul 'qué-pasa-chati', he apostado conmigo misma los segundos que iba a tardar el susodicho en dar un acelerón para ponerse justo delante de mi coche. Me he equivocado en 2 o 3, como mucho. Al poco de emprender de nuevo la marcha, ya tenía ante mis ojos sus gafas de sol reflejadas en su retrovisor.

Hay estereotipos que nunca fallan, y diferencias muy claras en nuestros comportamientos. A una chica no se le ocurriría nunca coquetear dejando detrás al objeto de su extender de plumas, cosa que en muchos de ellos en cambio es un clásico, como el Madrid-Barça.

De todas formas, no todos los flirteos de semáforo son iguales, y eso es lo divertido: coger el coche cada mañana y no saber lo que puede ocurrir en tu vida sentimental a cuatro ruedas. Algunas veces, el flirteo de semáforo puede ser incluso muy agradable y divertido. Acabo de recordar uno de hace unos años que me hizo reír, y que de vez en cuando recuerdo con alegría. Iba con mis hijos, entonces niños (la mayor debía de tener 12 años y el pequeño 10) de camino a la escuela. Nos detuvimos en el semáforo de la plaza de Lima, me sentí observada y giré la cabeza hacia el coche de mi izquierda. Mientras mis hijos estaban (creía yo) entretenidos con sus cosas, sostuve al parecer un tonto cruce de miradas y sonrisas con el conductor, que por cierto era muy atractivo. Y digo "al parecer", porque juro que no fui consciente de estar tonteando hasta que la niña soltó de pronto "¡mamá! ¡estás ligando con ese señor!". Me volví hacia ellos absolutamente ruborizada y, mientras pensaba qué decir, el niño respondió por mí: "Alejandra, ¿no sabes que aunque uno haya elegido su plato, puede seguir mirando la carta?".



20 de junio de 2016

Me enamoré en el metro un par de veces


Stanley Kubrick, New York City Subway

Me enamoré en el metro un par de veces,
En la línea 1 y en la 4.
Los únicos flechazos que he tenido,
Los amores más cortos hasta ahora.

El trayecto es tan largo cuando ocurre
Que no sabes qué hacer con las manos,
las piernas y los ojos.
Paseas la mirada nerviosa por la gente,
Estudias el croquis de la línea pegado sobre la puerta,
Te arreglas el bajo de la falda,
El pelo, el bolso;
Juntas los pies, cruzas las piernas,
Sabiendo que te mira todo el tiempo.

Y vuelves a mirarlo.
Imaginas su vida, su oficio, sus zapatos,
Porque solo aciertas a verle desde el cuello.
Te preguntas si tendrás que volver mañana a la misma hora para verlo
O si debes seguirlo cuando baje.

Le miras, te está mirando;
Sonríes y él sonríe.
Sientes la cara ardiendo por las sienes
Y retiras los ojos nuevamente;
Miras al niño que juega enfrente,
A un señor con su bolsa de deportes,
A una monja,
Como si te interesara enormemente lo que hacen.

Repites el mismo ritual en Goya, en Colón, en Alonso Martínez,
Y en San Bernardo, al abrirse las puertas, él se baja.
Te mira desde el andén sonriendo una última vez.

Y dejas que se pierda para siempre
Sin mover un músculo para seguirlo.
Y esa noche anotas en tu diario
"Hoy perdí un amor, de nuevo".



19 de mayo de 2016

El teatro, la Sección Femenina y Fuerza Nueva




En la adolescencia, pasé unos años haciendo teatro en un grupo amateur dirigido por la madre de una de mis amigas del colegio. Doña Elena había pertenecido a la Sección Femenina de Falange, dedicándose a actividades relacionadas con la literatura y las artes. Era bastante mayor, porque había tenido a mi amiga Elena por sorpresa a los cincuenta, cuando ya era madre de tres muchachos adolescentes.

Cuando teníamos 13 años, doña Elena organizó aquel grupo de teatro que al principio integramos únicamente cinco amigas del colegio. Poco tiempo después, reclutó a un grupo de chicos en el colegio masculino de San Antón, que estaba en Malasaña y ahora ya no existe. Hoy en día el edificio se ha convertido en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos. 

El fichaje de los chicos supuso para mí dejar de hacer los papeles masculinos que siempre me tocaban gracias a mi altura, y para todas nosotras en general el alborozo de la primera pandilla mixta y los primeros flirteos –nuestro colegio era lo que entonces se conocía como “institución femenina”, como la mayoría en aquella época-.

Doña Elena adaptaba los guiones de las obras, que nos pasaba mecanografiados en su Olivetti para que los fuéramos estudiando. Ensayábamos en su casa por las tardes al salir de clase, mientras merendábamos bizcochos con chocolate, y de vez en cuando dábamos una representación, en residencias de ancianos, parroquias y colegios.

A finales de los años 70, nuestros amigos del San Antón comenzaron a alternar el teatro con la actividad política, metiéndose tres de ellos en Fuerza Nueva. A Federico, el más guapo, le vimos alguna vez en la tele sujetando el mástil de una enorme bandera junto a Blas Piñar, orgulloso y estirado con su camisa azul y su gorra roja. Mis amigas y yo, por aquellas fechas ya habíamos cambiado por decisión propia el colegio de monjas por el instituto. Aquello supuso un disgusto para nuestras familias, aunque afortunadamente nos dieron su consentimiento. El instituto era también femenino, pero fue una bocanada de aire fresco para nuestras cabezas. Comenzamos también a interesarnos por la política, y a mantenernos en forma corriendo delante de los grises. Una de las cosas más tristes fue que, una vez, nos tocó correr delante de nuestros compañeros de escenario. Aquello no tuvo ninguna gracia, y el grupo de teatro acabó desapareciendo.

A doña Elena le debo el disfrute de aquellos años leyendo y ensayando teatro, más que las propias representaciones –yo era muy tímida, y quería que me tragase la tierra cada vez que el telón estaba a punto de abrirse-. Nos llevó también muchas veces a ver teatro de verdad y nos presentó a colegas del mundillo en los festivales internacionales a los que nos llevaba cada año en el Palacio de Congresos.

Por aquellas casualidades de la vida, tres de mis amigas de aquel grupo se casaron entre los 18 y los 19 años, convirtiéndose en madres en seguida. Doña Elena me tenía mucho cariño, y siguió llamándome a veces para que la acompañara a la casa de uno de sus hijos mayores. Arturo vivía en una especie de piso comuna, y la buena mujer acudía allí de vez en cuando a recoger ropa sucia y entregarla limpia, para lo cual íbamos pertrechadas de sendos carros de la compra. De aquellas incursiones se me ha quedado grabada una imagen: la de aquel piso oscuro y sucio de la calle Canarias, una habitación en penumbra con las persianas a medio echar y dos tipos fumando porros desnudos sobre un colchón tirado en el suelo. Sentí lástima por Arturo, y mucha más por su madre. Ninguno de los dos vive ya hace años.