21 de octubre de 2015

Yo haré que funcione


Todos hemos conocido casos de parejas más o menos estables que, llegada la primera o la enésima crisis, deciden que hay que ponerse manos a la obra para solucionar sus problemas.

Unos se deciden por la terapia de pareja, el psicólogo, el coach, y otros lo intentan por su cuenta, con el clásico viaje en pareja, aparcando a los niños con los sacro santos y pacientes abuelos. Los más descerebrados, incluso, regresan en algunos casos con otro niño encargado, que nacerá cargando sobre sus hombros la enorme y absurda responsabilidad de hacer que una pareja que ya no se entiende, se enamore de nuevo arrullada por los llantos nocturnos de un lactante.

Personalmente, nunca he entendido mucho las terapias de pareja. Creo que el amor tiene un comienzo y un final. Supongo que, igual que su nacimiento nos resulta imperceptible -para cuando nos damos cuenta de su existencia, ya estamos metidos de lleno en él hasta las cejas-, tampoco es fácil reconocer su muerte. Pero una vez constatada... una vez comprendemos que el amor ha muerto, intentar resucitarlo con la ayuda de un profesional externo, me parece semejante a realizar maniobras resucitatorias a un cadáver. 

Soy consciente de que mi opinión puede sonar muy fuerte. Hasta ahora no he encontrado a ningún otro partidario de la eutanasia amorosa entre mis allegados. Mis amigos, la mayoría casados, no entienden mi punto de vista. He de suponer que son todos felices, cosa que además, les deseo.

En fin, a pesar de no creer en estos intentos, sí puedo entenderlos, por supuesto. Es fácil comprender que haya quien intente salvar una historia larga y llena de emociones compartidas, viajes, hijos, ilusiones, abrazos, susurros, te quieros y confidencias. Y como no -y tal vez mucho más-, de hipotecas, chalets en la Sierra y apartamentos en Torrevieja. Lo que desde luego no alcanzo a entender de ninguna manera, es que alguien piense que puede arreglar una historia nonata. 

Conocer a un tipo, caerse mutuamente bien, reír juntos, disfrutar de unas noches de copas y un par de excursiones entretenidas, comenzar a vislumbrar los tintes de una posible relación semejante a la amistad, que aderezada por cierta atracción física mutua, lleva al coqueteo. Algún intercambio de besos entre risas, y poco más. Entonces, uno de ellos -él-, se desboca mostrando su teoría del amor y las relaciones amorosas: "Yo haré que funcione". "De mí depende que te enamores de mí, y lo voy a conseguir". "Pondré todo mi empeño para que funcione". Y ya para y mención honorífica, "yo soy así, vas a alucinar conmigo".

Algo me perdí en mitad del camino. Quizá es que me falta algún tornillo, porque pienso que ninguna historia naciente debe de ser forzada. Que no pasa nada por estar solo. Que cuando nace una historia, solo merece la pena continuar en ella si de forma natural nos agrada y todo nuestro ser nos pide hacerlo. Que no somos seres que solo puedan vivir en pareja, y que esto no es obligatorio. 

Qué necesidad hay de enamorar a otro que de por sí no se ha enamorado de ti, de hacer que funcione algo que seguramente no tiene por qué funcionar. Cuando tienes la suerte de ser libre, ¿por qué atarte a una innecesaria vida en pareja, solo por el hecho de contar a tus amigos "eh, que ya tengo pareja de nuevo"? ¿Qué empeño es ese, cuando tienes toda la vida por delante para conocer personas y decidir si, de forma natural, se acoplan a tu forma de ver la vida y las relaciones?

Caballero, es usted muy atractivo y una de las personas más divertidas que conozco, pero pise el freno, por favor, que yo me apeo.



De ilusión se vive

Miracle on 34th Street, la tres veces oscarizada película de George Seaton (1947), fue titulada en España "De ilusión también se vive". Esa frase se ha convertido en coletilla popular, y a todos nos la han soltado en algún momento a modo de bofetón. Pero me vais a perdonar que elimine por mi cuenta el adverbio. Porque yo no creo que vivir con ilusión sea una más de las posibilidades de la vida, sino que la vida es mucho más llevadera, apetecible e incluso apasionante, caminando a través de ella de la mano de una, o de muchas, ilusiones. Yo misma recuerdo haberlas tenido, no hace mucho tiempo.


9 de octubre de 2015

El flechazo


Quién no se ha enamorado alguna vez en el metro, en un cruce de miradas de un extremo a otro de un vagón. O se ha sorprendido sonriendo a un desconocido mientras bajaba por la Gran Vía, o a un tipo con gafas en la sección de novela de la Fnac. ¿Quién no ha experimentado un amor de esos que duran menos que los peces de hielo en el whisky de Sabina?

La última vez, me ocurrió en un atasco. Un flechazo mutuo con el conductor de un pequeño coche oscuro. No me preguntéis qué modelo era, no sé por qué, últimamente solo me fijo en si es o no un Volkswagen. Miradas de soslayo, sonrisillas tontas, subir y bajar nervioso de protector solar fingiendo buscar una tarjeta de aparcamiento inexistente, colocarte ese mechón de pelo por enésima vez...

Fue bonito, aunque efímero. Esta última vez, acabó como suelen acabar estas cosas. Mi amado del carril contiguo se olvidó de que yo seguía ahí, llevó su dedo índice a sus fosas nasales, y se cargó nuestra historia de amor antes de empezar.

¿Hay algo más triste que empezar el día con el corazón partido, mientras subes una avenida en segunda?