18 de agosto de 2013

El final de la nostalgia

(Foto de Marcin Kesek)

He aprendido -tarde, como siempre, aunque está claro que hacerse mayor tiene este tipo de ventajas-, que muchas veces alimentamos la añoranza de las personas de forma equivocada. A veces, nos empeñamos en creer que la persona a quien echamos de menos es más importante para nosotros de lo que en realidad es. Y no contentos con ello, imaginamos que nos echa de menos de igual manera. Que la vida es tan injusta que mantiene alejados a dos seres que desean estar juntos, que se extrañan. La impotencia que brota en nosotros de esta ilusión romántica, es la que nos impulsa a echar de menos en exceso. A sentir la pena de que algo especial, no pueda llegar a ser. Creyendo que la otra parte lo desea de la misma manera. Pero tarde o temprano la vida, que sigue su curso sin compasión y no vive de ilusiones, nos va poniendo delante las pruebas de nuestra descabellada fantasía -nadie que te eche de menos permanecería alejado tanto tiempo, ni preferiría estar en otro sitio, ni dejaría pasar varios días sin saber si estás bien-. Y en el mismo momento en que descubrimos que el otro no nos extraña tanto como imaginábamos, que su vida sigue tan feliz como antes de cruzarse con la nuestra, aunque no esté en ella hace tiempo, llega la desilusión y la tristeza. Y el enfado con uno mismo por haber sido tan estúpido como la lechera del cuento. Parece que la pena no vaya a pasar nunca, pero pasa. Y un día, de pronto, sientes como si un enorme peso se liberara de tu cuerpo. Eres consciente de que dejaste de echar de menos en exceso, de que tu vida es tuya y es preciosa. Y ya no tienes que sentirte triste por él, al menos. Y de pronto descubres que ya no sufres. Porque no se puede echar de menos algo que no existe. Porque el hecho de saber que no era algo recíproco, te libera de sentir esa lástima por la otra parte. Y así, de la manera más tonta, dejas de sentir añoranza al saber que nadie te esperaba al otro lado del puente, y vuelves a ser feliz. Tú. Contigo. Ahora, por fin, en tu lado, reina la tranquilidad. Nunca es tarde, y realmente tú te la merecías hace tiempo. Ahora sí: VIVE.


9 de julio de 2013

Los finales nunca vienen solos


Estaban juntos, como tantas otras veces, paseando de la mano y riendo. Reían mucho. Ambos tenían un sentido del humor muy parecido. A ella le encantaban sus bromas, y era raro el día que no soltara varias carcajadas en su compañía. Él, que en el fondo era un chico bastante triste, también reía mucho cuando estaba junto a ella. Reír y besar, eran dos de las cosas que mejor se les daban. Él se puso frente a ella, la miró a los ojos con una de esas miradas que ella había confundido con algo distinto tantas y tantas veces, y la apretó en un abrazo.

En ese momento, ella abrió los ojos. Estaba en su cama, sola. Se frotó los ojos, desilusionada, y permaneció un rato tumbada boca arriba, mirando en el techo el baile de luces y sombras provocado por la luz de la farola. Todo había sido un sueño: Él también se había ido en cierto modo. A su lado, ochenta centímetros de sábanas sin arrugar y una mesilla de noche sin despertador, libro ni gafas de cerca.

Fue uno de esos despertares en los que uno siente nítidamente sobre el pecho el peso de la soledad, como el de aquella montaña de mantas que te echaba encima la abuela en invierno en la casa del pueblo. Una soledad en parte deseada y necesaria, y en parte sobrevenida con la desilusión y el conocimiento, al fin, de una verdad dolorosa mucho tiempo disfrazada. 

Después de toda una vida viviendo en compañía, había muchas cosas por hacer, muchas maneras de sacar partido a estar sola. Así que se dijo que, aunque no le gustaba mucho el aspecto de su nueva compañera, debía de intentar llevarse bien con ella ya que iban a compartir habitación durante un tiempo. Quién le hubiera dicho, unas horas antes, que los finales nunca viene solos. Que a pesar de sus años, seguía confundiendo la amistad y la atracción con otros sentimientos. Tal vez -se dijo-, aprovechando las vacaciones, debería apuntarse a algún curso en el que enseñaran a conocer a las personas bien antes de encariñarse en exceso con ellas. Era lo mejor que podía regalarse, si quería salir de esta. Porque una cosa era ser fuerte para sobrevivir a un final, pero a dos al mismo tiempo... era otro cantar.


2 de julio de 2013

Vértigo

(He tomado la foto de aquí)
 
Por más que uno lo haya meditado durante horas, meses e incluso años, por más que sean elegidos, los cambios producen vértigo al más pintado. Cambiar de trabajo -aunque bajo el panorama actual del mercado laboral en este país esto es algo que puede sonar utópico y pretencioso- produce vértigo ante lo desconocido. El miedo a no ser capaz de afrontar los nuevos desempeños, el temor a las nuevas relaciones interpersonales, a los nuevos jefes...

Pero, ¿y si en lugar de dejarnos abatir por los miedos, abrimos la puerta a la ilusión? Puede que un cambio de actividades después de unos cuántos años repitiendo las mismas día tras día nos anime. Puede que el nuevo entorno nos ayude a ampliar nuestros círculos sociales. Y además, lo más seguro es que vayamos a aprender cosas nuevas. Si todo esto es posible, y lo es, tendremos más probabilidades de que ocurra realmente si afrontamos el cambio con ilusión. A mí, casi siempre me funciona.

Un cambio de estado sentimental es otra de esas situaciones que pueden producir vértigo, miedos y sentimientos desestabilizantes, cuya intensidad suele ser, en mi opinión, directamente proporcional al tiempo que hayamos pasado compartiendo nuestra vida con el otro. A pesar de que uno tenga el total convencimiento de que la ruptura es la mejor salida -incluso a veces la única-, de que ya no hay posibilidad de volver atrás, el momento definitivo en que la persona que ha compartido tu vida durante 10, 15 o 20 años cierra la puerta por fuera y abandona el hogar, es duro. Todo el aplomo y la seguridad que unos meses antes te hacían ver que era inevitable y necesario, parecen esfumarse también por la rendija inferior de esa puerta. Y por un instante, que puede durar minutos, semanas o meses, te invade el vértigo. Y pulula a sus anchas por tu cabeza sembrando decenas de dudas. Y si...?, y si...?

Dudar no es malo. Lo malo, lo peligroso, es que las dudas y los miedos nos bloqueen y nos impidan seguir Viviendo. Que nos detengan y nos vuelvan conformistas, que nos lleven a intentar alargar artificialmente la vida de algo que, sabemos, ya no da más de sí. Qué bueno sería saber guardar el recuerdo de los buenos momentos compartidos (algunos de ellos fueron sin duda los más felices de nuestra vida) y tratar de olvidar todos los malos. Y decir adiós mirando hacia el futuro con ilusión. Detenerse un instante, aspirar hondo, soltar el aire y sonreír. Los cambios siempre traen consigo cosas buenas.  
 


Nota: El vídeo que había elegido para esta entrada era otro, pero he querido cambiarlo por este, que un buen amigo me ha enviado después de leerla, y me parece perfecto. Muchas gracias C. Abrazos.