20 de octubre de 2012

Sobre el sentido del humor


El sentido del humor bien entendido es un bien muy escaso. No me estoy refiriendo a esa capacidad para reír a costa de los defectos ajenos, tan innata al ser humano -como ocurre con los chistes, las imitaciones y las caricaturas ajenas-, sino a esa otra capacidad, más sutil y refinada, de transformar la realidad en una caricatura de sí misma, intentando con ello quitarle hierro y sacar de ella algo positivo: sonrisas. 

No quiero decir ni mucho menos con ello que piense que el sentido del humor y la sonrisa vayan siempre de la mano. A veces sí ocurre así, y es una gran suerte dar con ese tipo de gente: personas dotadas de un fino sentido del humor, que además alegran el día a cuantos les rodean regalando sonrisas -hace ya algún tiempo que considero fundamental rodearse de este tipo de personas, tan necesarias como la calidez del sol a partir de cierta edad-. Pero, en general, ni todo el mundo que reparte sonrisas está dotado de sentido del humor, ni todos los agraciados con el mismo son personas felices. De hecho, conozco a verdaderos artistas del humor ácido e irónico, a los que cuesta arrancar una sonrisa, almas en el fondo tristes, que nos hacen reír con su ingenio sin esbozar una sonrisa. Haberlos, haylos.

Para mí, el sentido del humor es fundamental. Es una de las cualidades que más aprecio en los seres humanos, junto con la bondad y la inteligencia. Un hombre capaz de hacerme reír, reír conmigo y reírse de sí mismo, tiene ya para mí un enorme atractivo. Y esta última parte, la capacidad para relativizar y ser capaz de hacer bromas y aguantarlas estoicamente, sobre las propias características o circunstancias, es la más difícil de encontrar, por ser la más difícil de llevar a cabo en la práctica.

El otro día, discutía amigablemente con un amigo sobre ello, pues él no entendía los límites que mi propia moral me impone a la hora de hacer humor. Soy capaz de aguantar bromas sobre mi aspecto físico o mi forma de hablar, pero no me hacen gracia los chistes sobre problemas ajenos de tipo físico, enfermedades y demás. Aquel día, alguien había comenzado a usar en Twitter el hashtag #PelisconDislexia, y este amigo me propuso que, dada mi afición a jugar en estos juegos, escribiera alguno. Le contesté que no me motivaba, pues a pesar de considerar que mi sentido del humor es de manga muy ancha, no encuentro la gracia a hacer chistes a costa de la dislexia, el Alzheimer, el maltrato (que también he visto hace poco un #PelisConMaltrato, sí, como lo leéis), la pederastia, la fibromialgia, la cojera o la gordura, por poner algunos ejemplos. 

No me molestan porque sea yo quien padezca ninguno de esos males, sino porque siempre hay algún conocido, más o menos cercano, que los sufre, e incluso algún desconocido que pueda sentirse ofendido al leerlos. Puedes tomarme el pelo de buen rollo llamándome pies grandes, flacucha, Cirano o jirafa -de niña no me hacía ninguna gracia, pero una de las pocas cosas buenas que tiene hacerse mayor, es que lo que antes veías como defectos, ahora pueden llegar a ser incluso virtudes-. Seguramente nos reiremos juntos. Pero eso sí, doy por hecho que, si entras en el juego, jugamos todos, y tú también estás dispuesto a recibir. Y nos reiremos juntos, por que si no, ¿qué gracia tiene el juego?

Otro tipo de humor, yo no lo entiendo.


12 de septiembre de 2012

Recomenzando



Se había marchado de vacaciones con el ánimo agotado por las responsabilidades de la vida diaria, el desánimo de que probablemente a su regreso el ambiente laboral en el que se había sentido cómoda hasta entonces podía darse literalmente la vuelta, y la nostalgia anticipada ante la inminente partida de un compañero entrañable con el que había compartido risas en esos años. Una decepción personal le añadía además un peso extra a la mochila del cansancio acumulado. Se propuso aprovechar el tiempo ese verano para desconectar, descansar y olvidarse de todo lo que no le aportara alegría, de todo lo que la hiciera sentirse mal, sentirse pequeña y desvalida como un niño al que nadie acaricia. 

Alquiló una casita blanca de contraventanas azules, sobre un promontorio frente al mar, y aprovechó el tiempo para recomponer los pedazos de su alma y las fuerzas de su cuerpo, que ya no era tan joven. Pasó los días devorando libros, paseando, pintando, y meditando sobre la vida que había llevado en los últimos tiempos, la vida que desearía vivir, la que consideraba adecuada para ella, la deseable para quienes la rodeaban, y los posibles puntos de intersección entre todas ellas. 

Los días pasaban lentamente, sumida en esa maravillosa sensación de libertad que da el no verse sujeto a la dictadura del reloj. Una libertad que le permitía, por primera vez en mucho tiempo, vaciar la mente de todo lo superfluo y ocuparla en cosas que en los últimos meses no se había detenido a cuestionar, sumida en la vertiginosa huída hacia adelante de la vida cotidiana. Se permitió el lujo, incluso, de quedarse quieta a ratos,  reclinada sobre una hamaca en el porche, mirando únicamente el vaivén de las olas. Sin tener que pensar, sin prisa para nada. Y en algunas ocasiones (con frecuencia le ocurría al amanecer, mientras el sol comenzaba a asomar lentamente sobre la línea del mar), se sorprendió pensado en la utopía de la felicidad plena. Algo que más de una vez la había mantenido ocupada sintiéndose desgraciada por su ausencia, y le había impedido disfrutar de los pequeños momentos felices que, sin darse apenas cuenta, la iban asaltando cada día (como dice Punset, "la felicidad se encuentra muchas veces en la sala de espera de la felicidad").

Se dio cuenta de que, cuando no se aferraba de forma testaruda a esa necesidad de alcanzar la felicidad, no se veía sometida al estrés por conseguirla y era capaz de dejarse llevar por la ilusión de las pequeñas cosas. Una ilusión que nada tenía que ver con el conformismo de los resignados, de los que cierran los ojos para seguir viviendo una vida mediocre, aunque tengan en sus propias manos, al alcance, la posibilidad de ser mucho más felices. La ilusión de quien de verdad está deseando vivir y es capaz de encontrar el valor necesario para tomar las riendas de su vida. De escuchar a su propio corazón, de intentar no culpar a otros, porque nadie tiene la llave de nuestra felicidad ni es culpable de nuestras decisiones ni de nuestra cobardía para tomarlas. Como mucho, pensó, si hubiera que buscar culpables, somos nosotros mismos a veces los que permitimos que nos hagan daño, otorgando un poder excesivo a personas que no lo merecen, a quiénes, dijeran lo que dijeran, demuestran con sus actos que no nos quieren. Recordaba una frase de un biólogo chileno, Humberto Maturana, leída en el blog de Mertxe Pasamontes, que decía: "los seres humanos surgimos del amor y dependemos de él, y nos enfermamos cuando éste nos es negado en cualquier momento de la vida", y para ilustrarlo contaba que en algunas culturas primitivas, cuando un enfermo acudía ante el brujo de la tribu aquejado por algún dolor, éste le preguntaba: "¿quién no te quiso hoy?". 

Pensó que, a veces, nuestra ceguera frente a los demás seres humanos, nos lleva a la decepción y el sufrimiento, pero por suerte, es un tipo de ceguera de las que se curan cerrando una puerta, una vez que maduramos y asimilamos que el mundo no se acaba porque alguien deje de querernos. Pasaron los días. Una mañana, comprendió que casi sin darse cuenta había recorrido una buena parte del camino. Había sufrido, había pasado demasiado tiempo triste, pero debía de perdonarse por ello. Tenía derecho a reconocer ante sí misma que no era tan fuerte como los demás creían, a sentir sus propias emociones, buenas o malas. Pero tenía también la obligación de cambiarlas, y sólo ella tenía el poder para conseguirlo, sola o en compañía, con o sin amor.

Puesto que no sirve para nada lamentarse, y que además la observación le había demostrado que cuanto más afecto ofrecía a su alrededor, más feliz se sentía, se propuso intentar vivir cada día como si fuera el último, regalando saludos y sonrisas, y comprobó inmediatamente que cada sonrisa que regalaba a un desconocido, se le devolvía aumentada en las bocas de otros. Tal vez no había llegado aún a la felicidad, pero sin duda, pensó, estaba en el camino. 

Como lo estamos todos. Es sólo que a veces, nos cuesta verlo.





7 de septiembre de 2012

Primavera



Atrás queda el invierno frío y muerto
Que ha dejado desnudos nuestros brazos

Se llevó los sonidos que endulzaban
Las mañanas de siempre en este bosque
Se llevó el aleteo de los pájaros,
Sus hermosas canciones de maitines

Nos dejó solitarios, tristes, pobres
Huérfanos de tu luz, que tanto amamos

Pero ya estás aquí, astro imponente
Nos devuelves la sangre a nuestras ramas
Volverán a llegar los pajarillos
Y a croar en el agua nuevas ranas

Volveremos a oír dulces canciones
Y tornará a latir el bosque entero
Porque gracias a ti, ya es primavera
Y se inunda de luz la vida entera.