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30 de mayo de 2014

Los escombros de lo efímero


Cuántas veces había escuchado a su madre, desde que era apenas un chaval de pantalones cortos y rodillas descarnadas, que nada es para siempre. Y sin embargo, había tenido que llegar a la cuarentena para comprenderlo realmente. Tanto tiempo creyendo que la felicidad emanaba de la permanencia  de las posesiones: poseer a alguien y ser poseído, contar con una casa, un coche o un buen despacho. Y ahora que, de repente, no poseía casi ninguna de esas cosas, su vida transcurría de forma apacible y, la mayoría de los días, salía a la calle con una sonrisa en su rostro y un brillo infantil en la mirada. Ya no esperaba nada de nadie, sabiendo que todos iban de paso por su vida. Procuraba no sentirse triste ante lo efímero de las presencias amables, que en los últimos tiempos pasaban fugazmente de camino hacia otros destinos. Solía pensar que todos ellos habían caído por azar a su lado, como viajeros de un tren de largo recorrido que tuviera que detenerse por accidente en un apeadero no programado. No esperaba que nadie decidiera quedarse; se consideraba sencillamente afortunado por cada pequeño gesto de cariño recibido. Todos habían sido un regalo extraordinario. 

Sentado sobre una roca frente a aquel mar de color gris que rizaba su superficie con el viento, comprendió que ahora, con los bolsillos más vacíos que nunca, era razonablemente feliz. Porque había aprendido, casi sin darse cuenta, a guardar los escombros, las virutas de los momentos felices. Ahora que todo en su vida era efímero, bastaba agradecer, simplemente, que pasara.  


29 de septiembre de 2013

Gracias, soledad

 
"Qué afortunada eres, se te ve feliz", habían sido sus palabras. Palabras que ella escuchó con estupor, pues venían de alguien a quien consideraba una de las personas más afortunadas de entre sus amigos y conocidos. Madre de una gran familia, amada y respetada por su pareja, sus hijos y hasta la familia política. Exitosa en el trabajo, gozaba de una vida muy cómoda y con ciertos lujos. Y esta mujer era quien le hablaba a ella sobre la suerte que tenía.

Ella, que acababa de separarse de su pareja tras casi veinte años juntos y dos hijos. Que acababa de descubrir que otro hombre que la había querido en la sombra, también había dejado de hacerlo, o probablemente nunca lo había hecho. Ella que no vivía con lujos, y gastaba más de lo que tenía por el mero placer de pasar tiempo con las personas a las que amaba, de verlos sonreír y reír con ellos. Que pasaba muchas tardes cuidando a una anciana mientras sus amigas jugaban al pádel o recibían clases de baile.

Pero su amiga tenía toda la razón. Aquella mañana de domingo de inicios de otoño, sola en su casa por segunda vez en la vida, dando un repaso a todo lo que había vivido y ante el panorama desconocido que ahora tenía ante ella, se sentía afortunada. Por primera vez era dueña de su vida, era libre y se sentía a gusto consigo misma. Y había aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, de los pequeños momentos felices, de esa soledad tan nueva y deseada, de la paz. Ahora que estaba aprendiendo a no esperar nada de los otros, que sabía que ninguno de quienes la rodeaban pensaría más en ella que ella misma, empezaba por fin a sentirse, cada día, un poquito más feliz. Y eso, valía mucho más que estar acompañado. Por suerte.

 

12 de septiembre de 2012

Recomenzando



Se había marchado de vacaciones con el ánimo agotado por las responsabilidades de la vida diaria, el desánimo de que probablemente a su regreso el ambiente laboral en el que se había sentido cómoda hasta entonces podía darse literalmente la vuelta, y la nostalgia anticipada ante la inminente partida de un compañero entrañable con el que había compartido risas en esos años. Una decepción personal le añadía además un peso extra a la mochila del cansancio acumulado. Se propuso aprovechar el tiempo ese verano para desconectar, descansar y olvidarse de todo lo que no le aportara alegría, de todo lo que la hiciera sentirse mal, sentirse pequeña y desvalida como un niño al que nadie acaricia. 

Alquiló una casita blanca de contraventanas azules, sobre un promontorio frente al mar, y aprovechó el tiempo para recomponer los pedazos de su alma y las fuerzas de su cuerpo, que ya no era tan joven. Pasó los días devorando libros, paseando, pintando, y meditando sobre la vida que había llevado en los últimos tiempos, la vida que desearía vivir, la que consideraba adecuada para ella, la deseable para quienes la rodeaban, y los posibles puntos de intersección entre todas ellas. 

Los días pasaban lentamente, sumida en esa maravillosa sensación de libertad que da el no verse sujeto a la dictadura del reloj. Una libertad que le permitía, por primera vez en mucho tiempo, vaciar la mente de todo lo superfluo y ocuparla en cosas que en los últimos meses no se había detenido a cuestionar, sumida en la vertiginosa huída hacia adelante de la vida cotidiana. Se permitió el lujo, incluso, de quedarse quieta a ratos,  reclinada sobre una hamaca en el porche, mirando únicamente el vaivén de las olas. Sin tener que pensar, sin prisa para nada. Y en algunas ocasiones (con frecuencia le ocurría al amanecer, mientras el sol comenzaba a asomar lentamente sobre la línea del mar), se sorprendió pensado en la utopía de la felicidad plena. Algo que más de una vez la había mantenido ocupada sintiéndose desgraciada por su ausencia, y le había impedido disfrutar de los pequeños momentos felices que, sin darse apenas cuenta, la iban asaltando cada día (como dice Punset, "la felicidad se encuentra muchas veces en la sala de espera de la felicidad").

Se dio cuenta de que, cuando no se aferraba de forma testaruda a esa necesidad de alcanzar la felicidad, no se veía sometida al estrés por conseguirla y era capaz de dejarse llevar por la ilusión de las pequeñas cosas. Una ilusión que nada tenía que ver con el conformismo de los resignados, de los que cierran los ojos para seguir viviendo una vida mediocre, aunque tengan en sus propias manos, al alcance, la posibilidad de ser mucho más felices. La ilusión de quien de verdad está deseando vivir y es capaz de encontrar el valor necesario para tomar las riendas de su vida. De escuchar a su propio corazón, de intentar no culpar a otros, porque nadie tiene la llave de nuestra felicidad ni es culpable de nuestras decisiones ni de nuestra cobardía para tomarlas. Como mucho, pensó, si hubiera que buscar culpables, somos nosotros mismos a veces los que permitimos que nos hagan daño, otorgando un poder excesivo a personas que no lo merecen, a quiénes, dijeran lo que dijeran, demuestran con sus actos que no nos quieren. Recordaba una frase de un biólogo chileno, Humberto Maturana, leída en el blog de Mertxe Pasamontes, que decía: "los seres humanos surgimos del amor y dependemos de él, y nos enfermamos cuando éste nos es negado en cualquier momento de la vida", y para ilustrarlo contaba que en algunas culturas primitivas, cuando un enfermo acudía ante el brujo de la tribu aquejado por algún dolor, éste le preguntaba: "¿quién no te quiso hoy?". 

Pensó que, a veces, nuestra ceguera frente a los demás seres humanos, nos lleva a la decepción y el sufrimiento, pero por suerte, es un tipo de ceguera de las que se curan cerrando una puerta, una vez que maduramos y asimilamos que el mundo no se acaba porque alguien deje de querernos. Pasaron los días. Una mañana, comprendió que casi sin darse cuenta había recorrido una buena parte del camino. Había sufrido, había pasado demasiado tiempo triste, pero debía de perdonarse por ello. Tenía derecho a reconocer ante sí misma que no era tan fuerte como los demás creían, a sentir sus propias emociones, buenas o malas. Pero tenía también la obligación de cambiarlas, y sólo ella tenía el poder para conseguirlo, sola o en compañía, con o sin amor.

Puesto que no sirve para nada lamentarse, y que además la observación le había demostrado que cuanto más afecto ofrecía a su alrededor, más feliz se sentía, se propuso intentar vivir cada día como si fuera el último, regalando saludos y sonrisas, y comprobó inmediatamente que cada sonrisa que regalaba a un desconocido, se le devolvía aumentada en las bocas de otros. Tal vez no había llegado aún a la felicidad, pero sin duda, pensó, estaba en el camino. 

Como lo estamos todos. Es sólo que a veces, nos cuesta verlo.





12 de diciembre de 2011

Caminando en círculo

Un hombre desdichado decidió un día dejar su casa y salir en busca de la felicidad. Caminó sin descanso recorriendo desiertos y bosques, montañas y valles, de noche y de día. Conoció multitud de lugares maravillosos y gentes interesantes con las que compartió conversaciones, alegrías y penas, pero no quiso detener su marcha incansable.

Un día, agotado, se sentó a descansar sobre un tronco caído. Su ropa estaba ajada, sus suelas raídas, su cuerpo cansado y su piel cuarteada y tostada por el sol.

Alzó los ojos y vió su casa. Estaba ahí, tal y como la dejara dos años atrás, y su corazón saltó de alegría al atravesar la puerta. Entonces comprendió que su búsqueda había terminado, que el camino recorrido había sido un círculo, y que la felicidad sólo podía encontrarla en sí mismo.