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26 de febrero de 2014

Que nunca te haga sentir culpable




Pensó que quizá no debería haberle hablado de aquella manera, pero estaba tan enfadada... 

-¿Cuánto tiempo llevaré aquí?-, se preguntó. Estaba oscuro, muy oscuro. No como cuando oscurece y el cielo está nublado, y cuesta ver las siluetas de los árboles y los charcos del camino, sino mucho más oscuro: totalmente negro. Y ese silencio... El silencio más profundo y brutal que había escuchado nunca. No se escuchaba siquiera el sonido del silencio. Si se quedaba muy quieta, conseguía escuchar su propia respiración.

Sentía los hombros agarrotados y un leve hormigueo recorría sus brazos, que comenzaban a adormecerse. Intentó flexionar las piernas, pero su rodilla chocó contra algo y tuvo que dejar de intentarlo. 

Pensó que, en cualquier caso, él no tardaría en venir a buscarla. Siempre volvía. La perdonaba siempre. Antes de lo que pensaba, la sacaría de allí y la llevaría a casa abrazándola por el camino. Y todo estaría bien, como antes. Aunque si era sincera consigo misma, la verdad es que las cosas habían ido mucho mejor en otra época: cuando ella hacía siempre lo que él le pedía. Con los años, se había vuelto terca y desobediente, y él no tenía más remedio que enfadarse con ella muchas veces. Por su bien. Porque él la quería muchísimo, de eso estaba segura. Además, se lo decía con frecuencia.

-Volverá enseguida-, pensó. -Seguro que me perdona, me dará una nueva oportunidad de hacer las cosas bien, como a él le gustan-. 

-Ay, pero ¿por qué tarda tanto? ¿Y por qué no recuerdo nada del último día? Y este dolor de cabeza... Dios, que venga pronto-.

Sentía más frío, y una terrible humedad que le calaba los huesos. Intentó cubrirse el cuerpo con los brazos, pero ya no podía moverlos. Le costaba también respirar, y empezaba a tener sueño, mucho sueño. Pensó que podía dormir un poco mientras esperaba que él viniera a buscarla. Tal vez cuando despertase de nuevo, ya no le dolería tanto la cabeza.



_ . _ . _ . _ . _



Los perros tiraban con fuerza de sus correas mientras corrían impacientemente entre los árboles. El inspector se apresuraba para alcanzarlos, siguiendo a sus hombres por la senda. Por fin, los animales se detuvieron junto a un muro de piedra mohosa. Allí, al pie de un viejo almendro, la tierra presentaba el aspecto de haber sido removida no hacía mucho. 

Estuvieron cavando una media hora, hasta que las palas chocaron contra algo duro. Encontraron una ruda caja de pino. En su interior, el cuerpo de una mujer joven y aún hermosa. Su cabello era largo y rojizo, salvo en la parte posterior de su cabeza, donde una mancha marronácea sugería un fuerte golpe en el cráneo.

Se llamaba Enya.



(Fotografías: Oleg Oprisco).


18 de diciembre de 2013

Happy Christmas

Fotografía de aquí

La mesa había quedado perfecta. El mantel de damasco de su abuela reflejaba los guiños dorados de la luz de las velas. El candelabro de plata, las copas de Bohemia que había adquirido en aquella escapada a Praga cuatro años antes, los cubiertos de plata con sus iniciales, regalo de su padre por su graduación universitaria; todo estaba listo. Miró el reloj, y le pareció que las nueve y media era una buena hora para dar por iniciada la cena de Nochebuena. Se sirvió un a copa de vino y se sentó a cenar. La televisión emitía un programa especial en el que los actores parecían pasarlo muy bien. '¿Cuánta gente estará escuchando realmente lo que dicen?´, se preguntó.

Después de cenar, se sirvió un whisky con hielo y se sentó en la butaca frente al televisor. Al cabo de un tiempo, que no debió de ser poco por el entumecimiento de su brazo, la despertó el timbre del teléfono. Era él. Pobre... decía que la echaba mucho de menos, que le hubiera gustado pasar esa noche con ella, pero como ya sabía, no podía ser. Su mujer, los críos, sus hermanos, la familia política y un par de amigos cenaban en su casa, como cada año. Volvió a decirle lo mucho que hubiera deseado estar ahí con ella, y brindar, y besarse entre plato y plato. Prácticamente las mismas frases que en las últimas ocho navidades. Había acabado asumiendo que la vida era así, y que el sufrimiento es algo que el amor ha de llevar siempre implícito. 

´Tengo que dejarte ahora, me llaman. Y no estés triste´ -le había dicho él antes de colgar-, ´ya queda menos para después de Reyes, y tú sabes que te quiero más que a nada. Lo sabes, ¿verdad?´. Sí. Siempre respondía que sí, desde hace ocho años. Los mismos que llevaba queriendo creerlo, los mismos que llevaba detestando su soledad en aquel apartamento. Pero no quería pensar en ello. Recogió la mesa y se fue a la cama. Antes de apagar la luz, tomó en sus manos la fotografía enmarcada de la mesita de noche. Era ella, con unos cuantos años menos. Guapa y sonriente, con un brillo en la mirada que ya no recordaba haber tenido, aparentemente feliz. Al mirarla, se dio cuenta de que casi no se reconocía. Hacía tanto tiempo que no sonreía cuando no estaba con él...

´Feliz Navidad´, dijo mirando a la joven de la foto. 

1 de septiembre de 2013

La margarita


(He tomado prestada la imagen de aquí)

Había salido a pasear sola por el campo, en dirección al acantilado. No hacía demasiado calor, el sol calentaba su rostro como una agradable caricia. Hacía tanto tiempo que nadie la acariciaba que le hacía sentirse feliz. A medida que ascendía por el camino hacia la loma, la brisa marina era cada vez más perceptible y el aire jugaba con los mechones de pelo que se le escapaban de la coleta. Cerca ya del acantilado, le llamó la atención una margarita solitaria. La tomó entre sus dedos y arrancó el primer pétalo

- Me quiere..-.

Entonces, oyó un quejido muy leve, y la voz suave de la margarita comenzó a hablarle.

- ¡Espera! Por favor, no me arranques más pétalos, estoy segura de que no es necesario. ¿Te has parado a pensar que si realmente no estuvieras segura de la respuesta a esa pregunta, ya la tendrías?-.

- No. No la tengo. Y no puedo soportar más la duda. Por eso necesito que me ayudes a saberla-.

- Pero chiquilla, cuando alguien te ama es imposible no sentirlo. El amor hacia uno es como esta brisa que te despeina y golpea suavemente tus mejillas, como este sol que te hace cosquillas en la nariz. Cuando es amor, siempre se sabe. Cuando venís con dudas, soléis traer con vosotros la certeza de una respuesta que no queréis ver. Para empezar, ¿le has preguntado a él?-.

- Sí. Muchas veces. Y no quiere responderme-.

- Bueno, eso ya es una respuesta. Alguien que te quiere no te niega las palabras, ni permite que no seas feliz viviendo con dudas. Se preocupa por tu felicidad y hace todo lo posible por verte sonreír. Te propongo una cosa: si consigo ayudarte a que te respondas tú misma, no me quitarás más pétalos, ¿te parece?-.

- De acuerdo- dijo la muchacha. Se sentó sobre la hierba, colocando la margarita sobre su falda, y escuchó.

- Dime, ¿él te hace feliz, te mima, se esfuerza para que te sientas bien?-.

- A veces sí. Otras veces, me hace daño, pero creo que no tiene la culpa. Que la culpa es mía, porque le agobio-.

- Nadie es culpable de amar, y nadie merece ser tratado como un objeto de segunda mano. Eres una princesa, y tiene que haber unos cuántos príncipes deseando hacerte feliz, querida. Le estás disculpando, y lo sabes bien. Dime, ¿vive su vida contigo?-.

- No. Tiene otras obligaciones. Vive con otras personas, pero pasa algún tiempo conmigo-.

- ¿Hay algo que le impida vivir contigo, o fue su propia elección la que le llevó a vivir sin ti? Y, cuando estáis separados, ¿permanece cercano, se preocupa por tus cosas, por tu estado de ánimo, por tu felicidad?-.

- Fue su decisión. Y no, ya no se preocupa por saber si estoy bien, ni me llama cuando estamos lejos. Pero está muy ocupado, seguro que me echa de menos aunque no lo diga-.

- Cariño, no se trata de lo que uno diga, sino de lo que haga. Y él no lo hace. Creo que ya tienes tu respuesta, que la tienes hace tiempo y te negabas a verla. Lo único que necesitas es ser consciente de lo fuerte que eres, y hacer lo que sabes que debes hacer. No dudes de que eres preciosa, y mereces a alguien que sepa darse cuenta de ello y quererte. Dime, ¿de verdad necesitas arrancarme los brazos?-.

La muchacha soltó una lágrima. El aire era cada vez más fuerte y la secó enseguida de su rostro. Dio las gracias a la margarita, se puso en pie, sacudió su falda y siguió caminando hacia el borde del acantilado. Sentado allí, con los pies colgando hacia fuera, había un muchacho. Moreno, de piel tostada, mirando hacia el horizonte. Se sentó a pocos metros de él mirando hacia el mar. No pasó mucho tiempo hasta que él se pusiera de pie y se acercara a invitarla a bajar juntos a la playa. Su mirada era profunda y brillante. Y sincera. Se dio cuenta de que hacía muchos años que no veía una mirada tan sincera. Y sonrió.

 
   

15 de enero de 2013

Si tú supieras

(He tomado la foto de aquí)

Julia llega a casa agotada tras un día como muchos otros: nuevos informes que realizar en el trabajo, llamada de la tutora del niño solicitando una reunión urgente -la tercera del trimestre-, revisión con la niña en el ortodoncista, llevar prendas a la tintorería, hacer la compra, pasar por casa de su madre tras recibir una llamada de socorro por culpa de una gotera... Lo único que le apetece es que lleguen las once.

Después de cenar los cuatro juntos, se aísla durante unos minutos del mundo dándose una ducha. El contacto del agua templada alivia su cuerpo cansado. Permanece varios minutos inmóvil bajo el chorro de agua con la mente en blanco, dejando que ésta golpee su cabeza y deleitándose de esos escasos momentos a solas. Después, se seca lentamente y se pone un camisón y un kimono que le trajo Roberto de uno de sus viajes de negocios, hace mucho tiempo. Un rato más tarde, una vez acostados los niños, es él quien le da las buenas noches con el habitual beso fugaz en los labios, pidiéndole como siempre que no tarde mucho en acostarse.

Las once. Julia está por fin sola en el salón de su casa, hecha un ovillo en su sillón preferido, y enciende el portátil que ha apoyado sobre su regazo. En la televisión, de fondo, se suceden las imágenes de una película romántica en blanco y negro, una de sus favoritas. Cinco minutos más tarde, la ventana de chat emerge en su pantalla: 

- Buenas noches Julia-.

Una sonrisa ilumina su rostro, el cansancio acumulado queda en el olvido y la alegría la inunda, de pronto. Hoy, exactamente igual que las primeras veces, hace ya más de un año. Por suerte, siempre está sola a esas horas. Si alguien viera su cara en esos momentos, sabría lo feliz que se siente, libre y dueña de su vida. Disfruta los minutos como si el día estuviera empezando, en lugar de estar casi acabado, y responde:

- Buenas noches Johnny-.

Comienzan a charlar, se cuentan lo que han hecho desde la noche anterior, sus sueños, sus deseos, y también, tímidamente, sus sentimientos. Obvian hablar sobre los otros: las personas con las que comparten su vida. Ella le cuenta que le ha echado de menos, él le dice que ha pensado en ella mientras sonaba una de sus canciones en la radio del coche. Fantasean sobre ese viaje que quisieran hacer juntos si pudieran verse, si vivieran cerca uno del otro, si fueran libres. Hablan y hablan durante más de dos horas, que a ella se le antojan apenas minutos.

- Tengo que irme, es ya muy tarde-, dice ella al fin, sin muchas ganas. -Sí, acuéstate ya. Pensaré en ti antes de dormirme, imaginando que te abrazo muy fuerte- contesta él - Mañana te esperaré aquí, a la misma hora. Buenas noches, Julia-.

- Buenas noches, Johnny, un beso-. 

Julia apaga su portátil, la televisión y las luces del salón y se dirige apresurada hacia el dormitorio, quitándose el kimono por el pasillo. Son casi las dos de la madrugada y la casa se ha quedado fría. Siente un escalofrío. Al llegar a su cama, se mete casi de puntillas, procurando no despertar a Roberto. No quiere que esto ocurra, porque teme que pueda mirar la hora en el reloj de la mesilla y preguntarle qué ha estado haciendo hasta tan tarde. A ella no le gusta mentirle, no sabe cómo es capaz de ocultarle lo que está viviendo a sus espaldas y es consciente de que le duele engañarle.

Se acuesta de costado casi al borde de la cama y recuerda cada una de las frases de la conversación mantenida con Johnny, mientras mira distraídamente hacia la ventana. La persiana no está completamente bajada, y entre sus tablas se filtra la claridad de la farola. A su lado, Roberto yace también de costado. Hace sólo un minuto que ha apagado también su portátil y se ha metido en la cama deprisa, sabiendo que ella estaba a punto de llegar. Y permanece inmóvil, junto a ella, aspirando el perfume a melocotón que desprende la piel de su mujer, y pensando en el brillo renovado de sus ojos desde que comenzó a hacer esta locura, hace más de un año.

- Julia, si tú supieras...-.





Hoy, 16 de enero, mi amigo Gabriel Aúz, cuyo blog os recomiendo vivamente, me ha sugerido este vídeo de Jorge Drexler para ilustrar la entrada, y no me ha podido parecer más acertada su idea. Espero que os guste:


 

23 de diciembre de 2012

Amor


(He tomado la imagen de aquí)

Enriqueta y Jack llevan juntos casi toda la vida. Se conocieron en su juventud, durante un viaje, y unos meses más tarde, él dejó su Londres natal para instalarse con ella en Madrid. Se casaron y tuvieron un hijo. 

Enriqueta no era una mujer muy guapa, y tampoco destacaba por su inteligencia. Era, sencillamente, una mujer simpática y divertida, y Jack la adoraba. Se llamaban mutuamente con apelativos cariñosos inventados por sí mismos, caminaban de la mano y viajaban solos por todo el mundo aprovechando las oportunidades que el trabajo de él y los campamentos escolares del pequeño les permitían. Cuando su hijo se hizo mayor y se fue de casa, Jack se jubiló y siguieron disfrutando de su mutua compañía. Siempre me resultó llamativo verlos juntos, mimándose como dos novios adolescentes, él siempre pendiente de que a ella no le faltara nada, de ponerle el abrigo y servirle el agua o el vino.

Con el paso del tiempo, los despistes de Enriqueta comenzaron a ser cada vez más evidentes. Recorrieron una batería de médicos antes de escuchar el diagnóstico: Alzheimer. Su vida no cambio casi nada. Jack seguía ocupándose en exclusiva de ella, y no quería oir hablar a su hijo de internarla en una residencia. Un día, una embolia les condujo al hospital. Él no se movió de su lado en todo el tiempo, hasta que pasados dos meses, los médicos les comunicaron que su situación era irreversible y que nunca podría volver a caminar, ni a ingerir alimentos más que a través de una sonda, ni a hablar, y la derivaron a una residencia para ancianos desahuciados.

Desde entonces, Jack no se mueve de su lado. Ella permanece sentada en su sillón, con la cabeza caída, ausente, mientras él no deja de contarle cosas, mostrarle fotos y leerle libros. Algunas tardes, los demás internos le miran sorprendidos cuando la toma en brazos -apenas pesa 40 kilos- y se pone a bailar con ella por la sala: "baila, mi pequeña, baila con tu Jack". 

Estas Navidades, Jack ha rechazado todas las invitaciones de familia y amigos a comer o cenar en compañía. Sólo quiere estar con su pequeña, "ella se lo merece", dice sonriendo. 

En esta época en la que tanta gente ha dejado de creer en el amor y en la bondad, me parece imprescindible contar esta historia absolutamente real de una pareja de mi familia. Si existe un amor verdadero, es el de Jack por su Enriqueta. Dios lo bendiga.

Os deseo a todos una Feliz Navidad, y que tengáis cerca a alguien que os quiera al menos la mitad que él ama a su esposa.  


24 de marzo de 2012

Me siguen

El otoño había pasado, trayendo al valle tras de sí el frío seco del invierno. La niebla cubría al alba el paisaje por delante de su casa, impidiéndole ver los árboles del fondo hasta bien avanzada la mañana. Alicia se hacía mayor, y seguía sin encontrar un sentido a su vida, a pesar de que ésta avanzaba inexorable y velozmente. Un día, decidió emprender un viaje. Preparó una mochila y dejó atrás su casa para adentrarse en el bosque. Al caminar, sus botas hacían crujir las agujas de pino que alfombraban la tierra de rojo. Ese sonido, junto al de los trinos de los pájaros y el rumor de un riachuelo cercano, fueron su única compañía durante varios días.

Una mañana, al poco de despertarse, vio junto al tronco de un roble un gran agujero negro que parecía la entrada a una cueva. Decidió explorarla y penetró por la angosta abertura. El terreno era muy inclinado y Alicia comenzó a descender, muy despacio por miedo a tropezar, por un intrincado camino entre dos paredes rocosas. El techo de la cueva era muy húmedo, y de vez en cuando dejaba caer una gota de agua sobre su cabeza.

A unos 50 metros de la entrada, el túnel se ensanchó a ambos lados, dando lugar a una sala casi redonda. De su techo colgaban centenares de estalactitas blancas y ambarinas de formas caprichosas. En el centro, junto a una piedra de superficie plana, un grupo de hombrecillos de escasa estatura charlaba animadamente.

Alicia se acercó a ellos con timidez y permaneció un rato de pie, en silencio, escuchando sus conversaciones, que se mezclaban unas con otras de forma desordenada. Al cabo de unos minutos, reunió el valor para saludarlos. Mientras conversaba con algunos de ellos, divisó al otro lado de la gran sala la continuación del túnel y cruzó hasta allí, decidida a explorarlo.

Mientras caminaba, oyó voces a su espalda. Se giró, y descubrió que algunos de aquellos hombrecillos la seguían. Caminó junto a ellos un trecho, hasta llegar a un nuevo cruce de túneles. El grupo se iba haciendo cada vez más numeroso, ya que de los pequeños túneles que iban desembocando en el suyo por el camino, llegaban más hombrecillos que se unían a ellos. De vez en cuando, también, alguno de ellos dejaba el grupo tomando un camino diferente. Gracias a las charlas que mantenían mientras iban caminando por la red de túneles, Alicia fue conociendo poco a poco algunas de sus aficiones y costumbres. De cuando en cuando miraba hacia atrás y descubría que alguno de ellos había dejado de seguirla. Y misteriosamente, a veces, aparecía delante de ella unos metros más allá, en otro túnel, volviendo a seguirla.

Un día, percibió al fondo del túnel la claridad del sol. Caminando hacia la luz, se dio cuenta de que había llegado el momento de despedirse de sus nuevos amigos y emprender la salida de la cueva: la vuelta a su mundo. Sus seguidores eran muchos, pues aunque algunos habían dejado de seguirla por el camino, nunca dejaban de llegar hombrecillos nuevos. Se dio cuenta de que, sin querer, había conocido a personas muy especiales entre toda aquella gente diminuta. A algunas de ellas les debía unas cuántas sonrisas.

Trepó en dirección a la salida de la cueva, agitando su mano para despedirse de aquellas gentes. Entonces, una vez fuera, mientras se sacudía la tierra adherida a sus ropas, se dio cuenta de que estaba nuevamente junto a su casa. Había recorrido muchos kilómetros durante varias semanas, para acabar llegando al punto de partida. Aquello le pareció una coincidencia maravillosa, pues ahora, cada vez que sintiera la necesidad de hablar con ellos, sabía que los tendría al alcance de su mano.

Cuando al entrar en casa le preguntaron dónde había estado todo ese tiempo, Alicia respondió: "en la red".


2 de marzo de 2012

Brotes de melancolía en el 23-F

Este texto se gestó mediante una larga serie de e-mails sucesivos con mi amigo M.E. en marzo de 2011, de la que surgió un loco relato a dos manos. Las aportaciones de M.E., que me ha dado su consentimiento para publicar algo que hicimos por mero divertimento, están en color azul, y las mías en verde. Todos los personajes son fictios… o no. 

* * * * * *

Baldrapolo miró por la ventana y notó que los días eran más largos. Estaba cansado, no sabía qué hacer. Este invierno que daba sus últimos coletazos había sido muy crudo. Quería olvidarse de todos los achaques pasados pero no iba a ser fácil. -Las secuelas siempre quedan-, pensó, y además, éstas le daban largas.

Echó una mirada a la prensa antes de recoger los bártulos y recordó el 23-F: -ya han pasado 30 años-. Se vio reflejado en las fotos de los protagonistas y se sintió viejo de repente, como si le hubieran caído todos los años de golpe. En 1981 no estaba aquí, había vivido todo en la distancia. Entonces, tenía muchos proyectos que quedaron en nada. Dudó un instante antes de seguir escribiendo. A fin de cuentas, esta  historia se le estaba yendo de las manos y él no era el protagonista.

Apagó el ordenador y tomó la americana del perchero. Mientras se colocaba la solapa, que había quedado ligeramente alzada por detrás mostrando un estridente forro amarillo, volvió a mirar por la ventana. Ya era de noche, y hasta el majestuoso obelisco de la plaza, cuya arquitectura había denostado tantas veces, se veía a duras penas. Le dolieron un poco los ojos del esfuerzo y unas moscas volantes revolotearon por el lado izquierdo de su humor vítreo, recordándole que no debía hacer esfuerzos por culpa de su débil retina. Un picor en la garganta y un pequeño acceso de tos le auguraron una noche movida, y no en el sentido que a él le hubiera gustado. En días como este, le costaba reconocer al joven que había sido 30 años antes. Entonces aún no tenía zapatos ingleses, pero sí muchos sueños y bastante pelo y, sobre todo, era el protagonista de la historia. 

Apagó la luz de su despacho y recorrió el pasillo silencioso en busca de otras luces que apagar –le divertía regañar a su compañera olvidadiza por las mañanas-. Se detuvo un instante ante la puerta del despacho vacío de su pupilo y siguió caminando hasta los ascensores. Tuvo la impresión de ver la sombra de una mujer con zuecos blancos y una palmatoria en la mano, al pasar por la puerta entornada de otro despacho, pero no se atrevió a mirar dentro.

[Nadie sabía a ciencia cierta hasta qué horas permanecía aquella mujer de edad indefinida entre la juventud y la madurez en su despacho. Siempre estaba allí cuando llegaba el primero a la oficina, y permanecía a altas horas cuando se iban los últimos. Algunos sospechaban incluso que pasaba allí las noches, pues tenía ropa en el despacho y no era difícil encontrarla en los baños femeninos lavándose los dientes e, incluso, cambiándose de blusa.]

-Cómo están las cabezas...- pensó, mientras pulsaba el botón para llamar el ascensor. Por suerte, la cabina que acudió era la G, su favorita: no todo podía salir mal hoy. -En fin, mañana será otro día-.

Pensó con sorna que al menos el dedo le seguía obedeciendo. Bajó solo en la cabina del ascensor, y en el hall del edificio se cruzó con los últimos rezagados que se apresuraban a fichar la salida en los relojes junto a la entrada. En la puerta no estaba el  vigilante de siempre, posiblemente su turno habría acabado a las 7. Salió a la calle, y una bocanada de aire tibio le confirmó que la primavera no estaba lejos. Nuevamente, las zanjas del alcalde se cruzaron en su camino y tuvo que parpadear varias veces para enfocar las primeras luces que brillaban como relámpagos.

En el semáforo coincidió con un antiguo colega al que no veía desde hacía tiempo. Inmediatamente le surgieron un montón de preguntas que no dudó en soltarle.

-¿Hacia dónde vas?-, le preguntó. -Voy a la Plaza de Castilla, después tengo dos paradas de metro hasta mi casa-.
-Hacía tiempo que no te veía-, le dijo.
-Bueno, llevo aquí casi 10 años, sigo trabajando en Presupuestos-.

Caminaron juntos hasta la plaza y al instante notó que su acompañante cojeaba ligeramente. A cierta edad los achaques son siempre un motivo de conversación.

-Estoy hecho un trasto, la ciática no me deja tranquilo. Cuando no es la pierna izquierda, es la derecha-. Inmediatamente, él  también pensó en su asma y en su dañada retina, pero no quiso cambiarle cromos.

-Si te digo que yo vi hacer este edificio, no te lo vas a creer. La excavación estaba llena de agua y las obras estuvieron mucho tiempo paradas. Nunca pensé que trabajaría en él durante cuarenta años-.

Se despidieron en la boca del metro y continuó por la acera, ocupada con casetas de churros y abalorios. Los episodios del día le seguían rondando en la cabeza,  tenía algún cabo suelto que trataría de atar mañana. Le daba vueltas al tema de la plaza de garaje que quería adquirir y bajó a medirla, era muy cara y un poco más estrecha que la suya, pensó para conformarse. Prefirió subir por la escalera para hacer ejercicio y nada más entrar en su casa, confirmó que su ipad estaba descargado. Calentó un plato de lentejas y las regó con un vaso de vino. Se sentó delante de la tele y nuevamente le asaltaron las imágenes de aquel 23-F, que le volvieron a llenar de nostalgia. Visto desde lejos, aquello fue una auténtica chapuza, como tantos episodios de nuestra historia.

El día no daba más de sí. Se fue a la cama y conectó la radio, al poco rato se quedó dormido al son de la trikitixa y la txalaparta. 

* * * * * *

El despertador atronaba sus oídos a pocos centímetros y por las rendijas de la persiana se colaban ya los primeros rayos de sol de un día que se preveía primaveral. Cualquier otro hubiera saltado de la cama alegrándose por las circunstancias meteorológicas, pero a él, el buen tiempo le recordaba las flores, las flores le recordaban el polen y éste a su vez el asma... -Ya no tengo el cuerpo “pa” ruidos-, pensó mientras se dirigía hacia el baño rascándose la parte baja de la espalda por dentro del pijama.

Después de la ducha se sintió más animado. Su mujer le había dejado sobre la mesa un zumo de naranja recién exprimido. Un gesto verdaderamente extraordinario que le hizo sonreír. Sintió no poder agradecérselo debidamente porque ella ya había salido con destino a su cita de primera hora en el trabajo. A él también se le estaba haciendo tarde. Terminó su café, dejó los cacharros en el fregadero, hizo su cama, ordenó un poco el apartamento como cada mañana -no soportaba el desorden- y se dispuso a salir al aire fresco de la mañana. El paseo calle abajo fue muy agradable. Las caras de las personas con quienes se cruzaba se le hicieron amigables, presentía que este sería un buen día. Recordó que a las 9,15 había citado en su despacho a un par de colegas para un careo: no le gustaba perderse nada, y aquellos dos le estaban ocultando algo.

Como cada mañana, fue uno de los primeros en llegar a la planta quinta. Abrió la puerta de su despacho, encendió la luz y el ordenador, colgó la chaqueta sobre los brazos del perchero y se sentó a teclear. Tenía que continuar con el relato a dos manos que su compañera había actualizado la noche anterior. Una pequeña nube gris se cruzó por su mente: Él no había contestado a ninguno de los correos electrónicos que se habían intercambiando con el borrador del relato.

-Debe de seguir enfadado-, pensó, moviendo la cabeza hacia uno y otro lado mientras esbozaba una leve sonrisa -¿Qué le habrá dicho esta mujer?-.

Hacía ya algunos años que ellos dos se conocían, y aunque ninguno de ambos creía ya en la amistad, lo suyo era algo más que una relación de colegas. De hecho, el departamento de seguridad del organismo para el que trabajaban, había iniciado un expediente para investigar el extraño tipo de simbiosis que experimentaban. A pesar de su aspecto físico tan diferente, de sus 20 años de diferencia y de sus vidas tan dispares, el paso del tiempo los había ido acercando en su aspecto exterior poco a poco, paulatina e inexorablemente. Cualquier observador poco avezado podía darse cuenta ya de que calzaban el mismo tipo de zapatos ingleses (objeto tiempo atrás de otro expediente por parte del departamento de seguridad). No pasando mucho tiempo, acabarían utilizando las mismas camisas, corbatas, chaquetas y calzoncillos y algún día, quizá, ambos dejarían en herencia a su respectivo hijo varón un Patek Philippe de 7000 pavos.

Muchas coincidencias, unos cuántos buenos ratos, alguna risa y un puñado de charlas más o menos amistosas, pero eso era todo. Ninguno de los dos se engañaría nunca con la absurda idea de que la amistad es posible entre humanos. No pensaban dejar que Ella les contaminara la mente con esa ridiculez. Los amigos no existen, estamos solos en este mundo.

Todo esto pensaba también el más joven, y la cabeza comenzó a dolerle con punzadas agudas. -Caminamos solos- pensaba -y pasamos por la vida deseando hacer algo grande que deje huella tras nuestro paso, mas la vida son dos días, y ni Dios ni Gil de Biedma nos cuentan qué viene después-. Se había quedado de nuevo ensimismado y sumergido en los recuerdos, cuando le despertó de golpe el teléfono que sonaba sobre su mesa. Al otro lado, la voz de Elenita les proponía ir a comer los tres juntos como en los viejos tiempos. Cada uno con sus problemas, sus comeduras de coco, sus tristezas y alegrías, sus manías y secretos, y los tres con algo en común: el deseo de pasar un rato agradable juntos, intentando creerse por unos instantes que la amistad existe y que los problemas han quedado atrás.  

Dudó un instante antes de decidirse a bajar: los churros de la mañana se le repetían a esa hora y no tenía Almax a mano.  De repente, se dio cuenta de que ya era 1 de marzo y  todavía no había leído Gentleman. Esta situación tenía que corregirla de inmediato, masculló entre dientes para sí mismo. 

Sintió cierto sonrojo al comprobar que volvían a surgir asuntos  que creía ya superados, como el concepto de la amistad, pero le hizo gracia la idea de que su pupilo fuera mejorando  en su torpe aliño indumentario, y que hubiera asimilado tan rápido algunas ideas básicas,  hasta el punto de considerarlas como propias -tenía guasa-, aunque ya era hora de que se decidiera a volar solo.  Igualmente le sorprendió  que  Ella  tuviera aficiones poéticas y que  citara  a su poeta de cabecera, pero discrepaba en el poema de Gil de Biedma elegido. Seguía prefiriendo el titulado  "No volveré a ser joven", que reflejaba mejor su estado vital,  y  lo  recitó de memoria: -Que la vida iba en serio, uno lo empieza a comprender más tarde...-. Poco importaba, al fin y al cabo parecía que ciertas ideas que  solía repetir machaconamente, aunque ya no estaban de moda iban calando entre ellos.

A pesar de la aburrida reunión de departamento de las diez  y de que las noticias de la prensa no ayudaran demasiado, la mañana  transcurría plácidamente. Le llamó la atención un anuncio que aparecía en la prensa con nuevas ideas  para paliar la crisis, que textualmente decía: "diseña tu propio funeral". -¿Hasta dónde vamos a llegar?-, pensó escandalizado. No hacía falta estar muy despierto  a esas horas  para darse cuenta  de que los tiempos estaban cambiando. Principios que hasta hace unos  meses parecían inmutables se tambaleaban y,  sin  que viniera  a cuento le pasó por la cabeza  la convulsa situación de los países árabes, posiblemente  por los efectos colaterales que podría tener en el coste de las hipotecas  y en  la recuperación económica de España.

Sobre este asunto de la crisis, la ciudadanía se encontraba perpleja por las nuevas medidas anticrisis del gobierno,  que no estaban facilitando las cosas.  Mientras el paro galopaba como nunca, la opinión pública no comprendía que el ejecutivo se desgastara adoptando  algunas medidas tan poco eficaces como la limitación de la velocidad en las autovías a 110 km/h, aunque se  anunciaban otras aún más peregrinas que estaban en estudio. Como por ejemplo, apagar las luces de las oficinas públicas o cerrar los aparcamientos de los ministerios para que los funcionarios se desplazaran en metro.  También  algunos ayuntamientos barajaban la idea de restringir el tráfico en las grandes ciudades,  para  reducir  los valores de dióxido de nitrógeno, cuyos efectos se había comprobado que repercutían en la fertilidad masculina, pero seguramente la concejal de medioambiente no llegaría a adoptarla en este período preelectoral.

Baldrapolo  se encontraba sumido en estos pensamientos, cuando  recibió una llamada del Departamento de Seguridad para alertarle de una rara enfermedad que se apoderaba del personal de la quinta planta.  Al otro lado del teléfono,  una voz femenina le  alertó con las cautelas pertinentes,  del  brote de melancolía que había surgido en su planta, sin que se conocieran las causas ni el tratamiento para combatirla. Preocupado por tal aviso, se decidió a consultar el horóscopo del día: "deberás reformar tu rutina laboral para acomodarte a nuevas y mayores responsabilidades. No pierdas la calma", le aconsejaba.

La situación era  tan grave que debía tomar una decisión urgentemente, sin perder la calma,  como le aconsejaba su horóscopo. Ya no bastaba  con  las friegas  de  aceite de oliva ni  con  las píldoras de Omega-3 que, de manera preventiva, se habían distribuido como placebo entre algunos miembros del personal. Deberían tomarse medidas más drásticas para evitar que la enfermedad se propagase. Reunió al gabinete de crisis, compuesto por las dos personas  más afines a él, y les sugirió algunas ideas que sometía a su consideración.  Con voz solemne, les anunció:

-Cuento con vosotros para esta misión. Será necesario que trabajemos discretamente, de manera coordinada  y con mucho tacto. Les aconsejo que eviten tener relaciones sexuales con compañeros de  la oficina, por si la enfermedad se contagiara por esta vía-. Después, se quedó pensativo un instante mirando al techo, pero no dijo más, todos estuvieron de acuerdo.

A continuación abrió un armario y les distribuyó  chalecos reflectantes, mascarillas, guantes de látex y equipos de desinfección, y el comando se dispersó por la planta para iniciar  sus primeras pesquisas.  Con carácter urgente se comenzaría por cambiar las claves del correo electrónico y por eliminar de la red que compartía todo el departamento ciertos archivos comprometidos.  La Coordinadora de Plagas  y algunos elementos infiltrados de plantas superiores no debían estar al corriente de esta misión, de cuyo éxito dependía el futuro de la planta.

El Pupilo agitaba los hombros molesto: el chaleco reflectante le quedaba pequeño, lo mismo que los guantes, en cuyos dedos no hubiera cabido siquiera uno de sus meñiques. -A la mierda– dijo, sacándose el chaleco y arrojándolo sobre la silla verde de su despacho, -que se lo ponga Mortadelo si quiere; yo me dedicaré a cambiar las contraseñas y ocultar los ficheros, que es lo mío-. Elenita le miró haciendo un mohín coqueto -típico de su edad y condición- y sonrió con condescendencia. Recogió el chaleco, los guantes y la mascarilla que él había arrojado sobre la silla y salió del despacho.

En el pasillo se cruzó con la Coordinadora de Plagas, que caminaba arrastrando los pies cual si hubiera sido ya objeto de contagio de la epidemia de melancolía. Sus ojeras delataban un exceso de horas de trabajo sobre sus espaldas. Ni corta ni perezosa, detuvo a Elenita para contarle sus cuitas: había sido encargada máxima responsable en la investigación de la caza furtiva de ballenas en el estanque del Retiro, y tanto la Dirección General de Ordenación Pesquera como la de Recursos Pesqueros le estaban haciendo luz de gas.

De pronto, la coordinadora se fijó en los artilugios que Elenita llevaba consigo y la interrogó por su procedencia. Ella recordó inmediatamente la importancia de la misión y la confidencialidad que Baldrapolo les había exigido y jugó al despiste, haciendo creer a su interlocutora que acababa de ser encargada de la evacuación de emergencia de la planta quinta en caso de incendio. Para evitar una nueva pregunta, se despidió de ella y la dejó en mitad del pasillo, alejándose en dirección al despacho de Baldra. 

Lo encontró acompañado de la Pelirroja, una coetánea suya muy pizpireta, con la que gustaba de charlar sobre sus años jóvenes, el deterioro de la vida matrimonial y de los órganos sexuales. Ambos tenían en común un par de hijos viviendo la vida loca en el extranjero a costa de los padres, un tema que a ciertas edades une mucho. Tanto, tanto une, que cuando Elenita entró en el despacho se vio en la obligación de recordarle al jefe la norma número uno que él mismo acababa de imponerles (abstinencia intraplanta), arrojándole al tiempo un guante de látex a la cara, cosa que a Baldrapolo no le hizo ninguna gracia -para una vez que pillo...-, pensaba.

Elenita lo dejó allí, maltrecho y encabronado, murmurando entre dientes una de sus frases preferidas –no me gusta cómo caza la perrilla-, y se dirigió hacia los ascensores. Hacía un rato que no se sentía bien. -Tal vez he acabado contagiándome yo también-, se dijo. Pensó que un poco de aire fresco le vendría bien y salió a la calle. El cielo estaba azul, inmaculado, y el olor de la hierba recién cortada en los jardines circundantes le recordó que la primavera estaba cerca -¿dónde había leído antes eso?-. De pronto, sin previo aviso, una lágrima tembló un instante sobre su párpado inferior y cayó finalmente surcando su rostro. Al mismo tiempo, sintió una oleada de tristeza atravesando su pecho, y entonces estuvo segura: estaba infectada.

La aparición de los primeros síntomas inespecíficos en algunos sujetos de la  planta puso en guardia al Gabinete de Crisis. Alertados, procedieron a acelerar la toma de muestras para su posterior remisión al laboratorio central de enfermedades raras. Se tomaron muestras de orina, sangre, lágrimas, frotis vaginales y tejidos grasos. El estudio radiológico se pospuso por falta de recursos. Para evitar discusiones estériles, que tienden a empeorar los síntomas, las muestras de los miembros del Gabinete fueron las primeras en ser analizadas.

Se procedió según el protocolo establecido por la OMS para estos casos, y días después llegaron los resultados de las analíticas. Los análisis de Elenita estaban dentro de las tolerancias admitidas, solamente existía una ligera desviación en las muestras tomadas de sus lágrimas. Un asterisco en la columna de la derecha señalaba un leve trastorno emocional con marcadas tendencias teatrales, pero nada grave. Por el contrario, los análisis del Pupilo eran más concluyentes. A simple vista, sus medidas antropomórficas presagiaban un ligero sobrepeso, que confirmaron los elevados índices en triglicéridos y colesterol. Para evitar que la cosa fuera a más, la máquina proponía en letras rojas que iniciara sin dilación la Dieta de la Zona.

Mucho más alarmante resultó la analítica de Baldrapolo, con elevados índices en el PSA, algo preocupantes para su edad, y un nivel alto de estrógenos, lo que resultaba coherente con su abultado pecho. Para él no había tratamiento específico, porque todo era debido a su avanzada edad. Por fortuna, la analítica confirmó que ninguno de ellos estaba contaminado por el síndrome de la melancolía.

Se continuó con la toma de muestras del resto de los habitantes de la quinta planta, y los primeros temores a lo desconocido inundaron el pasillo. El departamento de seguridad informó al Gabinete de Crisis de que era vital poner en cuarentena la planta hasta conocer los resultados de los análisis y obtener evidencias científicas del origen de la enfermedad. Para ello, y hasta nueva orden, se procedió a precintar los ascensores,  desinfectar algunos despachos, desratizar los cuartos de baño, y comenzaron a emitirse por los altavoces canciones de El Fary de manera ininterrumpida. Se decidió que la comunicación con el exterior se realizaría por internet, con la supervisión de Elenita. La comida se dispensaría a través de la boca de incendios de la planta, bajo la supervisión del Pupilo, que comprobaría que la dieta cumpliese los porcentajes adecuados de nutrientes 40-30-30 que dictaba la Dieta de la Zona. Se habilitó la sala de juntas como dormitorio femenino y el despacho de la Coordinadora de Plagas sería destinado a dormitorio masculino. Las visitas a deshora entre ambos dormitorios quedaban terminantemente prohibidas, salvo que Baldrapolo las permitiera bajo la eximente de fuerza mayor.

Este se dirigió al despacho del Pupilo para comprobar su estado de ánimo y lo encontró volcado sobre el teclado con cara de pocos amigos.

–Estoy trabajando- dijo, sin apartar la mirada del ordenador. No quiso interrumpir su trabajo, pero algunos rasgos de su cara le preocuparon. Posiblemente alguna idea nueva estaba rebotando en su cabeza.

Baldra conocía muy bien al chico y sabía que en momentos así, era mejor dejarle, de modo que giró sobre sus talones y volvió a su despacho. Se puso a revisar de nuevo el correo electrónico, pues quería estar bien seguro de sus sospechas antes de buscar un culpable. Desde luego, todo apuntaba a que le estaban espiando, pues alguien había estado desviando su correo.

Esto complicaba mucho las cosas, sobre todo ahora que estaban encerrados en el edificio: el espía debía de estar con toda seguridad encerrado con ellos. Baldrapolo reunió nuevamente al Gabinete de Crisis para impartir nuevas consignas: había que encontrar al espía cuánto antes, ya que una vez detectado este, tendrían también previsiblemente el origen de la plaga. Se repartieron la vigilancia diurna de la quinta planta entre los tres. En cuanto a la nocturna, dado que había un dormitorio masculino y otro femenino, Baldrapolo y su Pupilo tuvieron la suerte de poder seguir haciendo turnos por la noche para vigilar a los hombres. En cambio, la pobre Elenita no podría echar ni una cabezada, al encontrarse sola en el dormitorio de mujeres, por lo que se le permitió dormitar a ratos de día en su despacho. Esto originó algunos problemas con la Coordinadora de Plagas, que gustaba de entrar en los despachos como Pedro por su casa, y que al encontrar una mañana a Elenita roncando sobre su mesa, había salido de allí exclamando: -Dios mío, qué va a ser de mí, estoy sola en la planta quinta y cada vez hay más trabajo-. Suerte tuvo de que pasara por allí un caballero de los de antes, esbelto y fibroso, de brillante calva y elegante perilla, que no dudó en ponerse a su servicio y lanzarle algunas de sus brillantes teorías sobre la mejor manera de colocar enlaces en la página web del departamento.

No tardó en ocurrir el primer incidente. La primera noche de encierro, mientras las mujeres dormían en la sala de juntas –todas menos Ella, que para mantenerse despierta charlaba en Twitter y chateaba simultáneamente en su portátil con cuatro personas-, se abrió muy despacio la puerta que daba al pasillo. A pesar de la semioscuridad reinante, Elenita pudo ver claramente, recortada en el marco de la puerta, la silueta de un hombre de baja estatura que respiraba agitadamente, llevando en la mano algo que semejaba un arma. Inmediatamente supo quién era e hizo una llamada.

El Pupilo no tardó en aparecer en la puerta, seguido del jefe. Agarraron al libidinoso hombrecillo cada uno por un brazo, lo levantaron en el aire y lo devolvieron al dormitorio masculino, murmurando –Eladio...-.

No tuvieron más remedio que encerrarlo en el cuarto de los productos de limpieza. -Este tipo es de los que llega siempre al olor de las copas y las faldas- caviló con hartazgo Baldrapolo, sin que pudieran explicarse cómo había logrado salir del dormitorio masculino sin que le vieran. 

Recordó otros momentos pasados y el pánico de Elenita cuando Eladio estuvo cerca con una copa en la mano. Sin duda aquel hombrecillo respondía al perfil de esa clase de tipos que había leído en un libro recientemente: "vagamente anodinos, a menudo calvos, bajitos, inteligentes, que inexplicablemente atraían a determinadas mujeres hermosas. O él pensaba que las atraía".

* * * * * *

La cuarentena transcurrió después sin otros incidentes de importancia. Sólo el eco de algunas risotadas provenientes del dormitorio femenino y la llegada de correos incendiarios que respondían a órdenes fuera de tono, rompían la paz de la planta. Un día aparecieron algunos pasquines en las salidas de  emergencia y en la puerta de los clausurados ascensores, que achacaban todos los males a la Coordinadora de Plagas, por haber dispersado infundios injustificados.

Llevados por la rutina y la desolación, la higiene personal de algunos individuos de la población empezaba a descuidarse, sin que fuera imputable a síntomas de  la enfermedad, sino más bien a la falta de agua caliente, motivada por las medidas de ahorro impuestas por los equipos del SAE (Servicio de Ahorro Energético).

El servicio de inteligencia del Gabinete de Crisis seguía la evolución del humor del personal, y las comunicaciones estaban rigurosamente vigiladas por Elenita. Por fortuna, llegaron a tiempo de neutralizar ciertos rumores que empezaron a circular sobre un incipiente mercado negro en la planta, de productos que empezaban a escasear: cigarrillos, compresas, plátanos y galletas, entre otros, a cambio de favores sexuales de alguna interna. Estos rumores, que no llegaron a confirmarse, implicaban directamente a miembros del equipo, pero Baldrapolo seguía confiando en ellos y no dudaba de su compromiso con la causa.

Una noche, la tensión cotidiana hizo que Baldrapolo cayera profundamente dormido. De pronto, se encontró en una sastrería de Jermyn Street acompañado del Pupilo, discutiendo con un tipo de Turnbull & Asser, sin que pudiera entender de qué cuello de camisa estaban hablando. La exquisita educación del dependiente y el cariño que el Pupilo le profesaba -no en vano podían haber sido perfectamente por edad padre e hijo-, les llevaron a intentar explicar a Baldrapolo los distintos tipos de cuello disponibles. Esto, junto con el croquis que el inglés le hizo a mano, fue suficiente para que Baldra pudiera encargarse nueve camisas, cuatro pantalones, tres americanas y dos ternos. Poca cosa, ya que gracias a que el departamento había sido reforzado en la última reestructuración, su nivel de mando era cada vez más bajo y no necesitaba demasiada ropa de vestir. -A este paso, cualquier día empezaremos el casual Friday en lunes- pensó, recordando el último viernes, en el que Albertito el contable había aparecido en bermudas y Juan Valentín, el joven pelirrojo de barbita recortada, se había presentado con una camiseta de tirantes más apretada que sus pantalones, para espanto de la Coordinadora de Plagas y envilecimiento de alguna de las internas en carestía permanente, que a punto estuvo de echarle mano sin miramientos.

-Baldrapolo, Baldra... despierta Baldra!-. La voz y la mano que le sacudía el hombro le hicieron abrir los ojos sobresaltado. Ante él, Elenita estaba en jarras con cara de pocos amigos: -¡échate a temblar!-, se dijo. Alguien se estaba dedicando a hacer correr un bulo por el edificio y, al parecer, las mujeres que trabajaban en la planta superior, expertas en el arte del marujeo balconero, no hablaban ya de otra cosa. Se decía que Ella había vuelto a fumar a escondidas, y que para conseguir tabaco durante los días de encierro, había llegado a ofrecerse a los compañeros del género masculino para los más caprichosos servicios.

Baldrapolo se puso en pie, tomó las gafas que había dejado sobre su mesa y se dirigió hacia el despacho del Pupilo seguido de Elenita. No sabía si le ponía más enfadado el hecho de que un rumor empañara la honorabilidad de su equipo, o la posibilidad de que Ella hubiera vuelto a fumar a sus espaldas.

El espectáculo que se encontraron era indescriptible. El Pupilo estaba recostado en su silla con una pierna cruzada sobre la otra, dejando bien a la vista sus Lowndes double monkstrap. Lucía una elegante corbata Edsor Kronen que resaltaba sobre su traje gris de Pal Zileri. Llevaba en una mano su iphone y, apoyado sobre las rodillas, había un ipad enfundado en un estuche de Louis Vuitton. Baldrapolo se quedó un momento mirándolo en silencio, enternecido. Cuánto había cambiado el chico gracias a él en los últimos tiempos... daba gloria verlo.

Elenita, en cambio, se acordó con cierta nostalgia de aquel joven macarrilla cuyos zapatones baratos de anchas suelas de goma se había quedado contemplando tantas veces en las reuniones del departamento. Miró a sus dos compañeros al contraluz de la ventana, y no supo decidir cuál de ellos era ya más pijo... Entonces, el Pupilo abrió la boca, imitando una vez más uno de los diálogos de Torrente 4, que ya había memorizado, y lo tuvo todo más claro.

* * * * * *

Poco a poco, la convivencia en la planta se fue deteriorando. A la falta de higiene de los primeros días se unió la escasez de alimentos y el colapso de los ordenadores, contagiados por los correos electrónicos de Clotilde Sanmartín, portadores de diversos virus de soledad idiopática (Clotilde era una joven simpática y buena chica, aquejada de mala suerte repetitiva en las lides amorosas, a la que los tres habían llegado a tomar cierto cariño).

Sin explicación aparente, los episodios febriles de días anteriores fueron desapareciendo poco a poco entre los habitantes de la planta. A lo largo de los días de encierro transcurridos, se pudo ver desde las ventanas la evolución de algunos cerezos en flor en el jardín, que anunciaban por fin la llegada de la primavera. Los miembros del Gabinete, perdidos en sus propios laberintos administrativos e incapaces de seguir una pista que les permitiera cerrar la investigación, comenzaron a lanzarse reproches mutuos. Se reunieron los tres en el despacho del Pupilo que, sin dejar de morderse la uñas y mirando al suelo, comenzó diciendo: -Desde mi modesta, modestísima opinión, considero que estamos haciendo muy mal las cosas-. A continuación, como un experto cirujano, comenzó a diseccionar uno a uno los caracteres de los principales sospechosos de haber introducido el brote de melancolía en la planta:

  • Eladio: Se encontraba confinado aún en el cuarto de escobas. Era un peligro real para Elenita, pero a su edad y sin acceso a la medicina necesaria, no parecía posible que volviera a atacarla.
  • Alberto: El contable estaba cegado por el racismo administrativo del que se creía víctima, lo que le llevaba a sufrir ataques de cólera de los que difícilmente podría salir algún día.
  • Por su parte, la Coordinadora de Plagas, exhausta después del largo encierro, había perdido el rumbo y deambulaba por la planta vestida de fallera mayor. No parecía tener el ánimo suficiente para propagar una enfermedad de esta naturaleza.
  • Baldrapolo quedaba descartado desde el primer momento, por demasiado viejo y por sus achaques de enajenación mental permanentes.
El Pupilo se detuvo un instante, fijó su mirada en Elenita y le espetó sin compasión: -¡A ti sí te veo capaz de urdir todo esto y de ser la culpable de todas nuestras desgracias!-.

Un denso silencio cruzó la habitación y un sudor frío recorrió la frente de Baldrapolo, que no sabía dónde meterse. Le sorprendieron las duras palabras del Pupilo y el talante con que Elenita encajó el envite. No parecía muy afectada por esta imputación, pero el brillo de sus agitanados ojos negros la delató. Cogió su inseparable abrigo rojo, se apartó el pelo de la cara con uno de sus coquetos giros de cabeza, y salió al pasillo dando un portazo, mientras se perdía a lo lejos el taconeo de sus botas y el eco de algún insulto.

Baldrapolo tardó un tiempo hasta que recuperarse del todo: era la primera vez que asistía en directo a una de sus peleas. Trató de defender a Elenita ante su joven amigo, conminando al Pupilo de manera asertiva:

-No te engañes, Elenita no ha sido la causante de esta enfermedad. Es probable que su síndrome de abstinencia, su alegría y su forma de ser te hayan llevado a creer una cosa por otra, pero has sido injusto. Y no olvides que la necesitamos en la investigación, si queremos salir de este agujero cuanto antes. Además –añadió- te olvidas de otros elementos que arrojan bastantes más sospechas que Ella, muchacho. Por ejemplo:

  • Clotilde: ¿acaso sabemos a qué se dedica en su nuevo destino de la planta octava, además de perseguir efebos y encabronar a profesionales liberales?,
  • La Joven de la Palmatoria: ¿es un pájaro, es un avión, a qué dedica el tiempo libre?,
  • Juan Valentín: aparenta no romper un plato, pero tiene la extraña habilidad de que cada vez que uno se gira sobre los talones, lo encuentra ahí, justo detrás, apostado esperando su turno para meter baza-.
Mas el Pupilo se encontraba ya a Años Luz. Escuchaba sus explicaciones como si la cosa no fuera con él, como quien oye de fondo una canción de Roy Orbison sin detenerse a escuchar la letra. Era tarde. La nube negra había tomado ya posesión de sus meninges y no soltaría su presa tan fácilmente. Siempre ocurría así; no quedaba otra opción que dejarle solo. Así pues, Baldra salió cerrando por fuera la puerta del despacho del chico y desanduvo sus pasos hacia el suyo. A mitad de camino se topó con Elenita, que regresaba con el abrigo rojo colgado sobre el brazo izquierdo y un semblante preocupado en el rostro.

-Baldra, ¿no pensarás tú también que soy la culpable del brote de melancolía?-. Ella le miraba con cara lastimera. Por primera vez, le pareció que detrás de su aspecto de mujer dura, había un alma sensible y algo mucho más peligroso, si cabe: una mujer herida.

Baldrapolo no fue capaz de responderla. Bajó la cabeza, se encerró en su despacho y empezó a trazar un diagrama de flujos: plano teórico en abscisas y plano real en ordenadas, distribuyendo a los posibles implicados con sus iniciales dentro del esquema.  La distribución de elementos se centraba en una zona muy próxima, sin que destacara ningún sospechoso sobre los demás. Se quedó pensativo un instante, y una hipótesis se abrió camino entre sus conjeturas. Se preguntó entonces si todos los que estaban encerrados en la planta no serían inocentes y, posiblemente, sus males obedecieran a causas exógenas que no podían controlar.

En esas estaba, cuando el Pupilo irrumpió en el despacho y comenzó a avanzarle nuevas líneas de investigación, algunas intelectualmente muy sugerentes, que fueron desestimadas sin misericordia por Baldra, ya que nada le hacía pensar que el Pupilo tuviera algo que ver con Elenita. De hecho, la sola idea le espantaba.

De repente, se escucharon murmullos en el pasillo, y al salir vio que los encerrados se dirigían cansinamente en manifestación a su despacho, gritando algunas consignas:

-¡Queremos salir ya, tenemos hambre, abajo la Coordinadora!-.

Baldrapolo pidió calma y llamó a los cabecillas del grupo, Eladio y el contable,  para discutir posibles salidas al encierro. Llevaban una hora reunidos, cuando de pronto cesó la música de la megafonía y una voz conocida comenzó a hablarles:

-Buenos días a todos. Les habla el capitán Roberto Fuguillas, hasta hace poco destinado en esta comandancia de puesto y ahora destacado en Medio Oriente. Muchos de ustedes me conocen. He sido convocado para rescatarles porque conozco como nadie la distribución de la planta y las salidas de emergencia. Vamos a proceder al desalojo. Por favor, guarden la calma. Deberán salir ordenadamente en fila de a uno y dirigirse a la zona de concentración habitual, donde procederemos a su recuento y a una primera exploración por parte de los servicios médicos del SAMUR-.

Detrás de la puerta de acceso a la planta, podía ya escucharse el ruido de las tenazas descerrajando los precintos. Apareció en primer lugar el capitán Fuguillas, pistola en mano y protegido por un equipo de defensa antibacteriana, seguido de varios números, bomberos y enfermeros, todos ellos igualmente protegidos. La escenografía del momento recordó a Baldrapolo la entrada de la guardia civil en el Congreso 30 años antes.

El capitán apartó a los miembros del Gabinete de Crisis, les guiñó un ojo y les susurró al oído: -Plano teórico, plano real… Pero no os preocupéis, el médico os dará las explicaciones pertinentes-.

Entonces, el jefe médico se acercó a ellos comenzó una disertación:

-Lo que ustedes han experimentado aquí está descrito en la bibliografía científica. Ya hemos tenido cuadros similares en otras empresas. Suele estar relacionado con la llegada de los primeros calores de la primavera y los cambios hormonales asociados a la misma. Junto a las reacciones alérgicas (enrojecimiento de los ojos, fiebre, estornudos y asma), se observan otros trastornos emocionales de difícil diagnóstico, que empiezan a conocerse entre la opinión científica como “brotes de melancolía”. Su génesis se produce en colectivos homogéneos, sujetos a trabajos rutinarios, en ausencia de cariño jerárquico y con una progresiva pérdida de autoestima de los individuos, después de muchos años perdiendo el tiempo-. 

La joven de la palmatoria, despertando de su ensimismamiento, dijo en voz alta:

-¿Tiene tratamiento, doctor?, porque yo tengo un amigo en Almería, con el que suelo tomar café los martes y los jueves, porque los lunes me lo traigo de casa en un termo, los miércoles tengo clase de francés a las 11 y los viernes no desayuno nada, y este amigo mío de Almería, que antes trabajaba en Exteriores, tuvo un cuadro similar y está de baja desde hace diez meses-.

Ante las puertas del edificio, un ejército de curiosos empezó a arremolinarse alrededor del grupo, atraídos por las sirenas de las ambulancias, el despliegue de la guardia civil y el aspecto desmejorado de todos ellos. El doctor, aún con los ojos abiertos como platos, incapaz de dar crédito al discurso atropellado de la joven, respondió no obstante a la misma:

-No existe un tratamiento específico para esta dolencia. Suele desaparecer con las primeras lluvias y en la mayoría de los casos se cura sola. No obstante, de todos es bien sabido que además de los factores climatológicos, transcurrir un tiempo excesivo en el lugar de trabajo puede llevar a algunos individuos a distorsionar la realidad. Hay incluso quien llega a confundir la camaradería con ciertos grados de amistad, y quienes dan un paso más allá, confundiendo los síntomas de con sentimientos más peligrosos. En cualquier caso –añadió- no hay nada que el tiempo y la distancia no puedan curar. Por tanto, me veo obligado a prescribir a todo el personal de la planta unas largas vacaciones lejos del edificio. Además, la Coordinadora de Plagas debería tomarse un período de baja médica no inferior a un año, dada su excesiva carga de trabajo-.

Cuando todos se dispersaron, Baldrapolo sugirió a los miembros de su equipo que se despidieran comiendo en uno de sus restaurantes favoritos, La Niña y la Santamaría, y ambos estuvieron de acuerdo. Como tantas otras veces, la comida fue agradable y divertida. Se contaron sus planes para las vacaciones, y después de tomar un café en una terraza, Elenita les acercó en su coche, a Baldra a su casa cerca de la oficina, y al Pupilo a la estación donde solía tomar el tren. Se dieron un abrazo en silencio, sospechando que podía ser la última vez, y queriendo pedirse mutuamente perdón sin palabras por todas las peleas que habían tenido en los últimos años.

* * * * * *


Había pasado un año y medio de todo aquello. Baldrapolo se encontraba sentado en la terraza de Rick’s, recordando con una leve sonrisa a sus antiguos compañeros. Tenía una cita dentro de media hora con una agente inmobiliaria que quería mostrarle dos pisos de uno de los barrios modernos de Casablanca, su nuevo destino. Mientras esperaba que el camarero le trajera la cuenta, una turista alemana le sacó una foto. Debía de haberle parecido gracioso, sentado bajo el cartel del local con su impecable americana blanca de lino y su sombrero Panamá.

Elenita aún le escribía de vez en cuando. Había sabido por ella que la Coordinadora de Plagas se había incorporado de nuevo al trabajo y que el Pupilo había sido destinado a otra planta. No sabían mucho de él desde el desalojo, lo cual, pensaron, sólo podía significar que se había recuperado de la antigua dolencia que le provocaba ataques de pseudomelancolía inespecíficos. Al menos, el médico de la empresa sí parecía haber sido competente en su diagnóstico, pues las vacaciones y el alejamiento del edificio parecían haber obrado positivamente en todos los miembros del antiguo equipo.

Madrid, 18 de marzo de 2011