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19 de mayo de 2016

El teatro, la Sección Femenina y Fuerza Nueva




En la adolescencia, pasé unos años haciendo teatro en un grupo amateur dirigido por la madre de una de mis amigas del colegio. Doña Elena había pertenecido a la Sección Femenina de Falange, dedicándose a actividades relacionadas con la literatura y las artes. Era bastante mayor, porque había tenido a mi amiga Elena por sorpresa a los cincuenta, cuando ya era madre de tres muchachos adolescentes.

Cuando teníamos 13 años, doña Elena organizó aquel grupo de teatro que al principio integramos únicamente cinco amigas del colegio. Poco tiempo después, reclutó a un grupo de chicos en el colegio masculino de San Antón, que estaba en Malasaña y ahora ya no existe. Hoy en día el edificio se ha convertido en la sede del Colegio Oficial de Arquitectos. 

El fichaje de los chicos supuso para mí dejar de hacer los papeles masculinos que siempre me tocaban gracias a mi altura, y para todas nosotras en general el alborozo de la primera pandilla mixta y los primeros flirteos –nuestro colegio era lo que entonces se conocía como “institución femenina”, como la mayoría en aquella época-.

Doña Elena adaptaba los guiones de las obras, que nos pasaba mecanografiados en su Olivetti para que los fuéramos estudiando. Ensayábamos en su casa por las tardes al salir de clase, mientras merendábamos bizcochos con chocolate, y de vez en cuando dábamos una representación, en residencias de ancianos, parroquias y colegios.

A finales de los años 70, nuestros amigos del San Antón comenzaron a alternar el teatro con la actividad política, metiéndose tres de ellos en Fuerza Nueva. A Federico, el más guapo, le vimos alguna vez en la tele sujetando el mástil de una enorme bandera junto a Blas Piñar, orgulloso y estirado con su camisa azul y su gorra roja. Mis amigas y yo, por aquellas fechas ya habíamos cambiado por decisión propia el colegio de monjas por el instituto. Aquello supuso un disgusto para nuestras familias, aunque afortunadamente nos dieron su consentimiento. El instituto era también femenino, pero fue una bocanada de aire fresco para nuestras cabezas. Comenzamos también a interesarnos por la política, y a mantenernos en forma corriendo delante de los grises. Una de las cosas más tristes fue que, una vez, nos tocó correr delante de nuestros compañeros de escenario. Aquello no tuvo ninguna gracia, y el grupo de teatro acabó desapareciendo.

A doña Elena le debo el disfrute de aquellos años leyendo y ensayando teatro, más que las propias representaciones –yo era muy tímida, y quería que me tragase la tierra cada vez que el telón estaba a punto de abrirse-. Nos llevó también muchas veces a ver teatro de verdad y nos presentó a colegas del mundillo en los festivales internacionales a los que nos llevaba cada año en el Palacio de Congresos.

Por aquellas casualidades de la vida, tres de mis amigas de aquel grupo se casaron entre los 18 y los 19 años, convirtiéndose en madres en seguida. Doña Elena me tenía mucho cariño, y siguió llamándome a veces para que la acompañara a la casa de uno de sus hijos mayores. Arturo vivía en una especie de piso comuna, y la buena mujer acudía allí de vez en cuando a recoger ropa sucia y entregarla limpia, para lo cual íbamos pertrechadas de sendos carros de la compra. De aquellas incursiones se me ha quedado grabada una imagen: la de aquel piso oscuro y sucio de la calle Canarias, una habitación en penumbra con las persianas a medio echar y dos tipos fumando porros desnudos sobre un colchón tirado en el suelo. Sentí lástima por Arturo, y mucha más por su madre. Ninguno de los dos vive ya hace años.



9 de mayo de 2016

La muchacha




Bilbao, 1961. Una joven merienda con sus amigos sentados a una mesa del Aterpe. Hace años que dejó su casa para instalarse en Bilbao, donde tiene un taller de costura en el que ella y varias empleadas también jóvenes hacen trajes y vestidos de novia para la alta sociedad bilbaína. En sus ratos de ocio le gusta ir al cine con sus amigos y subir al monte; de hecho ha ganado un par de copas como montañera en marchas reguladas, luciendo chirucas con faldas de vuelo.

Un hombre entra en el bar y se acerca a pedir un café en la barra. Y entonces la ve. Ella ríe a carcajadas con la broma de uno de sus acompañantes, mostrando una boca grande y perfecta. Le parece guapísima. Toma la cámara alemana que siempre lleva colgada del cuello y dispara. Al cabo de unos días, vuelve a visitar el Aterpe en varias ocasiones y recorre las calles de la zona, buscándola, hasta que por fin un día la joven aparece de nuevo con su grupo. Se acerca a ellos y le entrega azorado una de las fotografías que le había tomado.

Mi padre me había enseñado esa foto hace años. La tenía guardada en una caja con llave en la que escondía sus fotografías más preciadas y me la enseñó sin soltarla. Tiene que seguir en su casa o en el fondo de algún baúl del trastero.



29 de marzo de 2016

Los juegos

Cuando era pequeña, mi animal favorito era el caballo. Siempre deseé tener uno propio, preferiblemente un zaíno de capa rojiza y brillantes crines negras. Me parecían las criaturas más hermosas de la tierra, admiraba su figura esbelta, su agilidad y la elegancia de sus movimientos. En los veranos que pasábamos en el caserío, uno de los juegos preferidos que compartíamos mis hermanos y yo consistía en convertirnos por unas horas en nuestro animal favorito. El mío era siempre el caballo, por supuesto, mientras que mi hermana solía transformarse en una vaca pinta como las del abuelo, y mi hermano pequeño en un pastor alemán. Pasábamos horas caminando a cuatro patas por el pasto, fingiendo que masticábamos los brotes de hierba que tomábamos con los dientes, unas veces directamente y otras de un platillo que nos rellenábamos unos a otros, pues durante el juego trocábamos alternativamente nuestro papel de bestia a dueño. 

Nos paseábamos unos a otros, nos atábamos después a las argollas oxidadas de hierro que sobresalían de los muros de la casa. Relinchábamos, mugíamos y ladrábamos subiendo las patas delanteras. Mi abuela nos miraba al pasar en el transcurso de sus quehaceres, con una mueca entre la risa leve y la certeza de que el estado mental de sus nietos urbanitas era, como poco, delicado. Mi madre nos traía a veces la merienda en una bandeja que dejaba sobre la hierba, para que pudiéramos comerla a bocados sin usar las manos, como es normal en los cuadrúpedos.


Otro de nuestros pasatiempos predilectos era simular que íbamos de aventura al monte, lo cual era cierto hasta cierto punto, porque el monte al que subíamos estaba justo frente a la casa, pero a menos de 100 metros de la misma. Cuando llegábamos arriba saludábamos a gritos a mamá, que agitaba el brazo y nos veía sin dificultad desde el zaguán de la casa. Llevábamos con nosotros  un esku saski, la cesta de mimbre con asa que mi abuela utilizaba para ir al pueblo grande los días de mercado. Mi madre solía prepararla como si de verdad fuésemos a irnos lejos, colmándola de pan, queso, membrillo, chocolate y fruta.

Los primeros años siempre jugábamos solos, porque la distancia existente entre los caseríos diseminados por el monte y el carácter adusto que percibíamos en los caseros viejos, no estimulaban precisamente a la exploración en busca de otros niños en el vecindario. No tendría yo menos de 9 años y 7 mi hermano pequeño, cuando descubrimos que existían niños en un par de granjas a menos de un kilómetro. Conocimos así a los que serían nuestros compañeros de juegos en los siguientes veranos, tres hermanos, dos niñas y un niño, y ampliamos en su compañía el radio de acción de nuestras aventuras.

Recorríamos juntos los estrechos caminos que discurren aún hoy entre los bastos terrenos de cada casero, que entonces eran sendas de gravilla o de tierra y barro y hoy, manteniendo la misma estrechez imposible para el tráfico rodado, están en su mayoría asfaltadas. Nos acercábamos a la distancia máxima que el recelo nos permitía al caserío más alejado y más alto en el monte, sobre el que nuestro tío nos contaba historias de brujas por las noches después de cenar. Vivían en él una madre anciana con cuatro hijos varones también mayores y todos solteros, aunque desde el lugar más cercano al que nos atrevimos nunca a llegar, jamás divisamos indicio alguno de vida humana. La casa parecía estar desierta. 

Salíamos también del camino y nos adentrábamos en los bosques, pisando un lecho de agujas de pino y ramas pequeñas que siempre recuerdo crujiente bajo nuestros pies. Mi tío nos fabricaba escopetas con ramas de avellano, que llevábamos cargadas al hombro. Tenían más bien forma de arco, ya que estaban formadas por un palo grueso hueco en su mitad, con dos agujeros hacia los extremos en los que se insertaban las dos puntas de una vara fina y flexible. Llevábamos los bolsillos llenos de tacos de madera cilíndricos tallados a navaja, que usábamos como munición para disparar a los árboles, y nos hinchábamos a moras silvestres de las zarzas que crecían por todas partes, apiñadas en torno a los troncos de abetos y eucaliptus. Los días de más calor, seguíamos el curso del riachuelo que atravesaba una de las fincas del abuelo, hasta llegar a una poza. En el último trecho, el arroyo transcurría unos diez metros bajo un montículo de tierra, encanalado en una tubería de cemento. El caudal de agua era tan reducido que solíamos descalzarnos y atravesar la tubería a cuatro patas, en fila india, hasta salir a la charca.

Aquellos meses de verano que pasábamos como pequeños salvajes y regresábamos a la casa con las piernas arañadas por las zarzas y salpicadas de estiércol, nos llenaban de recuerdos para el resto del año, que pasábamos encerrados prácticamente en el piso de Madrid esperando el próximo verano. Últimamente recuerdo retazos de aquellos días, señal probablemente de que me hago mayor, aunque supongo que se debe sobre todo a que mi hijo ha comenzado a hacer más preguntas sobre mi infancia, nuestros juegos, y la familia que ellos no han llegado a conocer.


28 de diciembre de 2015

El joven


Nació un 28 de diciembre, poco después de que su familia se trasladara a  vivir a Madrid. Nunca le gustó su fecha de nacimiento, que siempre dio lugar a chanzas. La primera de ellas el mismo día en que nació. Su padre creyó que los compañeros de trabajo le estaban gastando una broma aquel día, cuando le llamaron para decirle que acudiera al hospital porque su mujer estaba teniendo al pequeño de sus hijos. 

Fue otro 28 de diciembre, precisamente 28 años después, cuando la vida le jugó la peor pasada. Al salir en coche del restaurante donde trabajaba, la niebla lo dejó incrustado en la mediana de la autovía. Acababa de pagar con su novia la entrada de un piso y proyectaban reformarlo y casarse. Aquel 28 de diciembre se perdió para siempre el chico que había sido hasta entonces, por culpa de una lesión cerebral. Aquello fue el punto de inflexión de todas nuestras vidas. 

Su novia siguió unos cuantos años a su lado, turnándose con la familia para cuidarlo en los innumerables lugares por los que pasó en busca de un milagro. Hoy cumple 50 años. Sigue teniendo esos ojos negros jóvenes y risueños de siempre, y el pelo rizado y abundante, aún negro sin canas. Parece mentira que él también se haya hecho mayor. Aunque lo que de verdad me parece increíble y maravilloso, es que aquella chica que fue su novia desde la adolescencia, haya venido un año más a recogerle para ir a comer juntos por su cumpleaños. Es ella realmente la causa de que haya abierto hoy el blog para escribir esta entrada, con toda mi admiración.


4 de diciembre de 2015

Las primas


Tras una infancia solos en Madrid sin más familia cerca que mis padres, el día que enterramos en el pueblo a mi abuelo materno, mis hermanos y yo supimos que teníamos unos primos de nuestra edad. Eran cinco, hijos de una prima carnal de mi madre a la que tampoco conocíamos hasta entonces, y llevaban toda su vida viviendo a solo cinco kilómetros del caserío. Aquel día lluvioso de un agosto ochentero nos vimos por vez primera en el pequeño cementerio de la aldea, en torno al panteón de los abuelos. Había oído hablar mucho al abuelo Txomin de aquel lugar, con el que parecía estar muy ilusionado. Sobre todo con las vistas, ya que según él, desde allí se divisaba no solo la casa, sino el monte de enfrente, en cuya cima se podía ver el depósito de agua que llevaba el agua de lluvia hasta la cocina -lo había construido él con sus propias manos, fue la primera familia en tener agua corriente en la casa; todo un lujo, aunque a veces se obstruyesen las tuberías por culpa de un topo muerto o una lombriz demasiado gorda-.

El día del entierro marcó un cambio importante en mi vida. Me hice inseparable de mis nuevas primas gemelas, que tenían entonces como yo 20 años. Me integré en su cuadrilla, conocí las primeras fiestas de los pueblos de la zona, los conciertos de Kortatu, los ´gin-Kas´, el autostop, los primeros -y últimos - porros, las escapadas a Pamplona, y muchas tardes de charla en la cocina de su caserío. Tenían una granja avícola con más de 3.000 gallinas, que se adivinaba por el olor antes que por la vista, a menos de un kilómetro de distancia.

Con el paso del tiempo, mis primas y yo llegamos a ser incluso cuñadas, para gran disgusto de mis padres. No solo porque mi primo fuera bastante mayor que yo sino también, y sobre todo, porque tenía el pelo mucho más largo. Llevaba además en la parte de atrás, una coletilla estrecha hasta la cintura, como los restos del naufragio de una espesa melena que hubiera conocido tiempos mejores. Y barba. En aquella época en que aún no había sido concebido ningún hipster, la barba era muy poco habitual en los jóvenes, y la de Alberto llegaba casi hasta el pecho. Pobre madre mía. Alberto se presentó en Madrid varias veces a visitarme, alguna por sorpresa. Mi madre se metía tanto con él por sus pelos, que en una de sus visitas, cuando fui a recogerle a la antigua estación de autobuses de Alsa, no le reconocí. Se había cortado el pelo muy corto y afeitado barba y bigote. Ahí me di cuenta de que tenía los ojos realmente bonitos.

Creo que Alberto fue el primer novio que me puso un mote cariñoso:´txitxiburduntzi´, que en euskera quiere decir libélula. Siempre me gustó cómo sonaba en sus labios, aunque probablemente no es uno de los sobrenombres más afortunados a la hora de usar diminutivos. Pasé un año, creo recordar, escribiéndome cartas a diario con Alberto. Cartas larguísimas llenas de dibujos, por dentro y por fuera. En aquella época, yo intentaba ser siempre la primera en abrir el buzón, para no sufrir la vergüenza de que otros cogieran aquellos sobres llenos de dibujos, palabras, corazones atravesados y libélulas.

Fue una etapa muy bonita y divertida de mi vida, y como todas, también acabó. Con mi primo, sucedió cuando se lió con una chica de Pamplona que le quedaba bastante más cerca de casa, con el nada desdeñable ahorro en papel de cartas que ello suponía. Seguí viendo unos años a sus hermanas, sobre todo a una de ellas que venía mucho por Madrid a pasar temporadas y salía de marcha conmigo y mis amigos. Hice incluso de Celestina con ella, presentándole a un compañero de trabajo encantador que también estaba solo. Pero aquello también terminó, cuando yo misma fui consciente de los encantos del compañero, y con ello mi relación con las primas. Ni siquiera vinieron a nuestra boda, pero no se lo tuve en cuenta. 






17 de noviembre de 2015

El día de mercado


Los viernes era día de mercado, y al igual que para los aldeanos de los pueblos de la zona, para mis hermanos y yo era un gran día. Nos levántábamos más tarde que de costumbre y podíamos desayunar en la cocina con mamá, sin escuchar las charlas de la abuela ni tener cuidado con nuestra postura en la mesa o nuestras bromas. Yo era la más bromista de los tres, y mi abuela, aunque acababa no pocas veces riendo sin querer con mis gracias, me adjudicó desde bien pequeña la coletilla "sarrena txarrena" (la mayor, la peor), que me siguió como una sormbra durante unos años.

En verano, mi padre o mi tío llevaban a la abuela cada viernes al mercado de Mungía, a seis kilómetros de distancia del caserío. Ella se arreglaba como para ir a misa Mayor, elegante en sus eternos colores negro, gris y malva. Todas sus faldas y chaquetas eran grises o negras, y sus camisas y vestidos, siempre estampados en colores lila, violeta, malva o rosa palo. Mamá le había hecho muchos de estos últimos. Cada verano la abuela le encargaba unas cuantas piezas de ropa, y mamá era una modista maravillosa y muy rápida. 

Recuerdo algunos años, al principio, en que  mi abuela llevaba al mercado un cesto de mimbre marrón oscurecido cubierto con un paño de cuadros azul y blanco, que a la vuelta venía cubriendo las compras. Nosotros esperábamos nerviosos su regreso, corriendo hasta el camino cada vez que escuchábamos un claxon en la cuesta  del molino, porque sabíamos que a la vuelta, en un rincón de su cesta, la abuela nos traería alguna sorpresa, generalmente un chupa-chups para cada uno. Recordándolo ahora, imagino la cara de mis hijos si en algún día especial les hubiese traído un caramelo, y no sé si sonreír o llorar, si soy sincera.

Mi abuela materna era una mujer grande y fría -más grande que el abuelo-, a la que solo veíamos emocionarse ligeramente en septiembre el día de nuestra partida, mientras el coche de papá se alejaba de la casa por el camino de grava, y su figura se iba haciendo pequeña a través del cristal trasero del Seat 124. No soy capaz ahora mismo de recordar haberla visto llorar mientras nos besaba uno a uno un rato antes de partir, fríamente y por turno. Ni siquiera al besar a mamá -ella sí pasaba el resto del camino sollozando en silencio, y ninguno de nosotros se atrevía a decir nada-. Es posible que también la abuela esperara a que el coche fuera ganando velocidad poco a poco a través del polvo de aquel caminito de una sola vía que mi abuelo y sus vecinos habían construido con sus propias manos. No me cuesta imaginarla regresar en silencio a su cocina, sentarse en su taburete junto al fuego y apoyar la cabeza sobre las manos, con los codos sobre su delantal azul añil y los ojos vidriosos.

En aquellos años, nosotros siempre nos sentimos distintos a los demás primos. Éramos los únicos nietos que vivían fuera durante el año, y los únicos también que pasaban los veranos en la casa. Aunque Madrid no estuviera tan lejos, para mis abuelos hubiera sido exactamente lo mismo si hubiésemos vivido en Arkansas. De hecho, la abuela Juana llamaba ´Iñolaterra´ a todos los lugares del mundo que estaban fuera de Euskadi. En realidad, apurando un poco, aquel término suyo valía para todo el territorio exterior a Vizcaya, Álava incluida, y no digamos Burgos.

Recuerdo un par de veces en que mi abuela estaba cansada el día de mercado, y los que acudieron en su lugar a Mungia fueron mis padres. Lo único positivo de aquellas ocasiones era esperar el regreso de papá y mamá a mediodía, y la sorpresa que nos traían, que siempre solía ser algo más que un chupa-chups. Porque pasar unas horas a solas con la abuela era algo para lo que nunca estuvimos lo suficientemente preparados. La abuela era una buena mujer, trabajadora y piadosa, pero nos imponía mucho respeto. Además, tenía tan arraigado su nacionalismo y la frustración que le supuso que su hija se casara con un hijo de ´inmigrantes´, que no perdía oportunidad de recordarnos, cada vez que nos quedábamos solos con ella, el color tostado de nuestra piel. Años después supe que alguna vez llegó a referirse a nosotros como "los hijos del gitano". La buena mujer tenía la creencia de que los vascos, por alguna razón que no he llegado a entender aún, debían de ser todos rubios y de piel lechosa, como mis primos, y mis hermanos y yo, hijos de un bilbaíno de raíces castellano-manchegas y piel morena, éramos la excepción de su blonda familia.

De la infancia en Madrid, una de las cosas que recuerdo más vivamente a pesar de mi mala cabeza, son las abuelas de mis amigas del colegio. Abuelas que vivían cerca, que me hacían la merienda como a sus nietas cuando íbamos a su casa a pasar la tarde, abuelas de piel blanca y abultados carrillos mullidos y suaves, de meriendas de pan con chocolate. Abuelas que daban besos en martes y en jueves, incluso a mí. Que reían con nuestras cosas. A veces, cuando una de mis amigas de entonces se quejaba de su familia, yo la miraba atónita pensando en su suerte. Pero quién sabe... es posible que también yo, con el tiempo, haya tergiversado a mi abuela. Al fin y al cabo, tengo guardada en algún lugar de mi memoria su risa mirando mis payasadas en la cocina del caserío alguna noche. Cuando después del rosario y la cena, nos dejaban quedarnos un rato cerca del fuego con los mayores. 






12 de noviembre de 2015

El tío

Mis abuelos maternos eran profundamente religiosos, al menos por cuanto se refiere a la práctica devota, que observaron fielmente toda su vida. Daba la impresión de que creyeran firmemente en la existencia de una relación directa entre la cantidad de rezos diarios y la consecución del ansiado lugar en el paraíso. Tal vez por ello, no dejaban de rezar sus tres rosarios diarios ni cuando uno de ellos estaba enfermo. Recuerdo alguna ocasión en que el abuelo estuvo en cama y nos hicieron trasladarnos a su cuarto para el rosario, que como siempre había de dirigir él.

Si la teoría de los abuelos era cierta, mis hermanos y yo nos ganamos también en aquellos años un lugar destacado en el cielo, teniendo en cuenta la cantidad de rosarios rezados durante años en los tres meses de verano que pasábamos en el caserío. E non solo. Estaban también las misas diarias. Hasta hace unos 25 años, teníamos un tío cura, como casi cualquier familia vasca que se preciara, en aquella época en la que aún existía la costumbre de ´consagrar´ un hijo a la Iglesia. Algunos padres, llevados por los mismos devotos motivos que mis abuelos; otros por motivos más prosaicos, como el de que en la posguerra, los niños comían al menos caliente en los seminarios, donde eran internados en plena infancia.

Mi tío vivía entonces en Canarias, donde trabajaba de párroco y había cursado dos carreras universitarias, después de su paso inicial por varias parroquias vizcaínas. Todos los años pasaba sus vacaciones de verano en el caserío como nosotros, y estaba sometido a la obligación de dar misa a diario. Así pues, los demás nos veíamos obligados también a asistir a misa todos los días, generalmente antes de la cena.

Había en el caserón una pequeña capilla, habilitada en una habitación sombría en la parte norte, la más húmeda y fría porque al otro lado pasaba un arroyuelo pegado al muro. Una estrecha mesa rectangular de patas altas y finas cubierta con un fino mantel de hilo blanco hacía las veces de altar. Frente a ella, había un par de reclinatorios de madera con tapicería de terciopelo color granate, que llevaban en la parte superior las iniciales de cada uno de mis abuelos formadas por chinchetas: D.A. y J.O. En la pared del fondo, un gran aparador con cristales traslúcidos de un verde muy brillante en las puertas y encimera de mármol granate veteada en beis, custodiaba la mistela de misa. Cada noche tras el oficio –que, bendito sea, duraba poquísimo porque el tío rezaba de carrerilla-, mi tío nos dejaba rebañar el vino del vaso por turnos.

El aparador también hacía las veces de sagrario, ya que en su interior se guardaban el cáliz y las sagradas formas. Una de las cosas que más disfrutábamos al inicio de las vacaciones, era recortar las hostias de las láminas de pan ázimo que el tío traía en su maleta. Recortábamos los círculos blancos que ya venían troquelados y los íbamos guardando en una lata grande que en otro tiempo había contenido tabaco. Siempre nos peleábamos por comer los deliciosos recortes sobrantes.

Casi todas las noches después de cenar, el tío salía de la cocina y se sentaba en el banco de madera adosado al muro sur de la casa. Solía permanecer allí, fumando en silencio y escuchando los sonidos de la noche mientras se perdía pensando en sus cosas. Nos encantaba salir y sentarnos con él, oliendo el aroma de su pipa. Entonces, nos contaba muchas historias. Nos hablaba de una bruja que vivía en el caserío de Descarga, y del susubil, un animal que nunca supimos exactamente cómo era pero que según él, vivía escondido en los bosques cercanos.


Además de un tío divertido, fue también muy buen hijo. Años después de aquellos veranos, tomó la decisión de dejar el sacerdocio, pero esperó a que sus padres hubieran muerto para evitarles un tremendo disgusto. Como sacerdote, él mismo había casado a mis padres, bautizado a mis hermanos y a mí, dado la comunión a mis primos, y por último fue también quien ofició los funerales de mis abuelos. Fue precisamente tras celebrar el último de estos –el de mi abuela Juana-, cuando reunió a la familia para comunicarles que dejaba el sacerdocio. Poco tiempo después nos anunció que se casaba. Mi nueva tía, mucho más joven que él, también había abandonado los hábitos, habiendo ejercido como profesora en un colegio de monjas hasta la fecha. Ahora ambos viven juntos en Madrid, y una de las cosas más divertidas de su piso son las fotografías enmarcadas de su alcoba conyugal. Además de la fotografía de su boda, donde aparecen ambos vestidos de blanco virginal, pueden verse sobre una cómoda las imágenes en marco doble de sus primeras comuniones y de sus vidas como religiosos. Ambos con sus negros hábitos, uno junto al otro. Realmente digno de ver.

31 de octubre de 2015

La abuela

La abuela Juana era una de esas mujeres en las que uno piensa cuando escucha hablar de la tradicional sociedad matriarcal vasca. No era muy alta, pero para su época tenía una altura nada desdeñable, que sobrepasaba eso sí con creces la de su esposo. Recia y de huesos anchos, en su juventud había sido muy delgada. Nunca vi una fotografía suya de joven, si lo sé es porque ella siempre me decía “yo también era delgada como tú, pero ya verás cuando te hagas mayor”.

Amuma, como la llamábamos mis hermanos y yo, no tuvo el pelo cano hasta cerca de los ochenta. La recuerdo siempre con su cabello oscuro recogido bajo la nuca en un moño apretado que olía a brillantina. Creo que solo una vez la vi, por accidente, con el pelo cayendo por la espalda. Una mañana, haciéndose el moño sentada frente al tocador de su habitación. Sobre este, el frasco de brillantina con el que se iba untando la larguísima melena antes de recogerla. Se llamaba Cheseline y olía a flores.

Era difícil ver reírse a la abuela, por lo que cuando esto ocurría, para nosotros tres era un acontecimiento. Solía ocurrir alguna noche en la cocina del caserío, en ese rato que pasábamos sentados en los pequeños taburetes de madera con mis abuelos y mi madre –mi padre se quedaba en Madrid trabajando y no venía hasta agosto-. Yo era bastante payasa, y algunas veces conseguí hacer reír a mi abuela con ganas. Aunque la verdad, aún hoy no sabría decir si la quería, porque pasábamos con ellos solamente los casi tres meses de verano y las vacaciones de Semana Santa, y siempre nos sentimos como forasteros. Notaba además en mi propia madre ese temor a la abuela, y cómo se ponía nerviosa cuando cometíamos una travesura, inquietándose por su posible reacción. Hace poco, contando a mis hijos algún episodio de aquella época, intenté transmitirles el respetuoso pavor que sentíamos cuando mi abuela bramaba "mecatxisotz" y se rieron.

Aquellos veranos, pasábamos casi todo el tiempo fuera de casa, lo cual no significa que anduviéramos dando vueltas por las calles de un pueblo, porque no había. Bueno, haber haber sí, claro, siempre hay un pueblo, con su plaza, su iglesia, su ayuntamiento y su bar, pero el nuestro estaba a un kilómetro. El caserío de los abuelos estaba algo alejado, entre prados, bosques y monte bajo, como la mayoría de los de los vecinos. La casa más cercana estaba al otro lado del camino, pero allí solo vivía una anciana con un hijo mayor. Así que nosotros siempre jugábamos los tres juntos, en los terrenos aledaños.

Los días de diario, teníamos que volver corriendo al caserío todas las tardes antes de que acabara el consultorio sentimental de la Señora Francis en Radio Bilbao, si no queríamos un disgusto. Inmediatamente a continuación comenzaba la retransmisión del rosario desde la Basílica de Begoña. Estuviéramos donde estuviéramos, que podía ser bastante lejos, corríamos con la lengua fuera para estar en la cocina antes de las siete, perfectamente formados, en pie frente a la hornacina que compartían la Virgen de Begoña y el aparato de radio. Junto al nicho, había una fotografía de Carlos Garaikoetxea pegada a los azulejos con papel adhesivo.

Llegar a tiempo no era cuestión de vida o muerte, pero eso entonces nosotros no lo sabíamos. Lo que sí sabíamos –por mi madre- era que aquella era condición necesaria para poder dormir en la cama esa noche. Condición necesaria, pero no suficiente, ya que además había que seguir el rezo radiado del rosario en voz alta. Por suerte, aprendimos que dada la agudeza auditiva de mi abuela, nos bastaba con mover los labios emitiendo sonidos. El rosario de la tarde era en latín. Por la noche, mi abuelo conducía otro en euskera antes de cenar, pero este era muchísimo más rápido, quizá debido al olor delicioso que siempre emanaba de la olla que reposaba sobre la chapa.


27 de octubre de 2015

Primer amor


Recuerdo el primer día que le vi. A pesar de esta mala memoria mía, recuerdo aquel momento como si él acabara de pasar ahora mismo por delante del portal de mis padres. Llevaba el pelo, muy negro, descuidadamente largo, cayendo sobre su frente y sobre el cuello alzado de su cazadora negra de cuero. Sus ojos color miel brillaban a la luz del sol, envueltos en aquellas negrísimas y largas pestañas. Su nariz grande y perfectamente recta, imprimía a su rostro un halo de misteriosa y arrebatadora personalidad. No era demasiado guapo, pero me pareció, en aquel momento, el muchacho más atractivo del mundo. 

Pasó caminando deprisa, con las manos en los bolsillos de su pantalón de pinzas azul desvaído. Caminaba como dando saltitos, moviendo a cada paso la cadera y los hombros, aparentemente sin ritmo, con total anarquía. Iba silbando, tan ensimismado en sus propios pensamientos, que creo que no se percató de mi presencia. Pero yo sí. Ay, yo sí.

Trabajaba en una empresa situada enfrente del portal de mis padres, y durante las siguientes semanas fui aprendiendo sus horarios para hacerme la encontradiza. Coincidíamos en la parada del bus de la esquina, en mi calle, o en el paseo, y cruzábamos nuestras miradas. Durante semanas, durante meses. 

Me resultaba tan frustrante no conocer su nombre, que le inventé uno que le iba mucho: José Pablo. Un día, cuando yo caminaba paseo abajo con mis compañeras de vuelta del instituto, se plantó delante de nosotras y me dijo: "Quiero hablar contigo, a solas". 


Han pasado treinta años. Estoy tomando una copa a media tarde en una terraza de la Plaza del Dos de Mayo, con un grupo de amigos. Charlamos sobre los primeros amores de aquella generación. Una de ellas me pregunta "¿Y tú? ¿Quién fue tu primer amor?". Estuve a punto de decir que no lo recordaba, pero en ese momento me asaltó la imagen de aquel chico desgarbado caminando a saltitos por delante del portal de mis padres. Casi sin que me diera cuenta salió de mis labios: "uno que pasaba". 

Mi primer amor, tiene gracia, cuando aquella tarde una vida atrás, me había asustado tanto que había salido corriendo diciendo que no. Nunca más volvimos a mirarnos a los ojos por la calle. Nunca llegué a conocer su verdadero nombre. 

Mi primer amor, tiene guasa, aunque nunca llegara a conocerle. Aunque ahora que lo pienso, es probable que tampoco haya llegado a conocer mucho más a alguno de los siguientes.