Mostrando entradas con la etiqueta Mis reflexiones. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mis reflexiones. Mostrar todas las entradas

15 de marzo de 2016

¿Machista yo?



Hoy he comido en la misma terraza donde como la mayoría de los días antes de volver a la oficina por la tarde. Charlaba con C y con dos chicos encantadores que también son habituales porque trabajan justo enfrente. Hablábamos del próximo concierto de Bruce Springsteen, de lo caras que están las entradas, y todo eso, cuando C, que tiene mi edad pero está bastante chapado a la antigua, se ha puesto a recordar los comentarios que hacía su padre hace 20 o treinta años cuando se les llenaba el bar de rockeros de pelo largo que venían a los primeros conciertos. "Mi padre siempre decía que les hubiera dado una buena hostia a todos esos con pinta de guarros", decía. Y lo decía con el tono de quien no puede estar más de acuerdo con su padre. Como sé que tiene dos hijas adolescentes, he intervenido para preguntarle cómo reaccionaría él si alguna de ellas se rapara la cabeza, por ejemplo, y me ha respondido que exactamente igual que su padre. Que esas tonterías se quitan con una buena hostia a tiempo. Le he dicho que era un poco burro, y le he contado que mi hija acaba de raparse la cabeza, y que como tiene dieciocho años, y sobre todo es su pelo, aunque no me haga mucha gracia no me queda otra que respetar su decisión. Su respuesta ha sido esta: “Tú dile que así no se va a echar novio. Y si no, verás lo rápido que se arrepiente cuando llegue uno que le guste y la diga que se cambie el pelo o no hay tu tía".

Le he dicho que era un anticuado y un machista. Que por supuesto, si un tío le dijera algo semejante a mi hija, trataría de convencerla por todos los medios de que se alejara de él inmediatamente. Porque nadie tiene derecho a intentar cambiarte; si no les gusta cómo somos, lo que tienen que hacer es darse la vuelta y buscar a alguien a su imagen. Y tampoco es obligatorio tener pareja. Si no nos quieren como somos, mejor que no nos quieran. Tengo la gran suerte de que todo esto no hace ninguna falta que se lo cuente a mi hija, porque lo sabe perfectamente.

Se ha cogido un berrinche tremendo porque le he llamado machista (mis dos acompañantes me han apoyado, aunque se reían porque le conocen y sabían que iba a picarse mucho. C ha estado de mala leche el resto del tiempo, refunfuñando cada vez que pasaba por mi lado algo parecido a "¡machista yo! que les cedo siempre el asiento a las mujeres y jamás he pasado por delante de una en una puerta... Estoy hasta los cojones de esa puñetera palabra, ¡machista yo! Mira, de verdad, como me vuelvas a decir algo así es que te… te... No me hagas hablar, ¿eh?”.

Esos son argumentos. No hay más peguntas, señoría. Qué lástima, señor...


11 de marzo de 2016

No es cuqui ser sociable, pero...



Siempre me han interesado mucho las personas. Me gustan, sí. Lo cual no sé si es bueno o es malo, porque pasamos mucho tiempo privados de ellas a lo largo de la vida. Unas veces por elección propia, otras no tanto. Yo misma, hay días que tengo que comer sola por fuerza y me hubiera ido a comer con cualquiera, y otros que lo elijo e invento cualquier excusa para no comer con ese compañero de siempre, Porque hoy no me apetece hacer concesiones y él apareció con el morro torcido, o sencillamente porque me siento contenta y decido obsequiar improvisadamente a esa parte elegida de mi soledad.

Sea como fuere, el caso es que me gusta mucho conocer personas. Charlar, adentrarme un ratito en otras vidas, tener la posibilidad de sentir esa fugaz alegría que genera el que alguien te incluya un instante en sus momentos hermosos. 

Las personas me proporcionan bastantes de esos momentos, que suelen ser casi siempre inesperados. Me gusta mucho por ejemplo esa gente que de pronto se pone a hablar con un desconocido derrochando amabilidad, y les brillan los ojos al hablar con un destello sincero. De entre estas raras joyas, las mejores suelen ser los ancianos. Una anciana que fuma sentada en la mesa de al lado, que sin que te lo esperes gira ligeramente la cintura con esfuerzo y te pone una mano delgadita y fría sobre el brazo, diciendo "pensarás que estoy loca, pero...". Lo que viene a continuación suele ser un recuerdo de juventud que quizá hasta ese momento había flotado dando tumbos solo en su cabeza. 

A mí me gusta escucharlas, y supongo que algo les hace saber que es así, porque no es la primera vez que me ocurre. La verdad es que tengo dos abuelitas de cabecera, que forman ya parte de mi paisaje casi casi cotidiano. Una suele acudir a la terraza acompañada de una mujer joven y morena, de acento latino, que escucha sus historias con una sonrisa y la trata con cariño y respeto. Eso también me gusta mucho, me siento feliz por la abuela, aunque es tan hermosa, tan encantadora e interesante que tampoco me sorprende.

La otra mujer vive en el portal contiguo y siempre aparece sola, apoyada en un elegante bastón de madera. Invariablemente me saluda con una preciosa sonrisa y pide un vino blanco mientras se enciende el primer pitillo. Algunas veces, al cabo de un rato pasa por allí un nieto suyo adolescente a saludarla y darle un beso. Muy de vez en cuando viene su hijo con su mujer y comen con ella. Una vez me los presentó; parecen majos, aunque tengo bastante claro que vienen menos de lo que ella quisiera.

Me gusta también quedar para desvirtualizar a alguien que he conocido en una red social y me cae bien, sin que se me pase por la cabeza que el otro, si es hombre, vaya a guardarse un par de condones en la cartera antes de salir de casa. Recuerdo que una vez una mujer me llamó ingenua por ello, pero aunque no esté de acuerdo, preferiría serlo en este caso. Solo una vez -¿o fueron dos?- me llevé una desagradable sorpresa, pero tampoco se hundió el Titanic. Ninguno de aquellos tipos merecía un café. Se despachan y listo.

No sé si os he dicho que me gustan las personas. Es que no me gusta ir pregonándolo por ahí, porque ahora es muy 'cuqui' presumir de asocial y, si me apuras, de mujer moderna que ha elegido vivir sola y pasar de los hombres. No parece ser tan mala idea, porque las que más presumen de ello parecen tener bastante éxito. Un día de estos aprenderé a hacer algún papel, a ver cómo se me da. De momento, sigo sin ser capaz y, la verdad sea dicha, soy demasiado vaga como para fingir.

Me gustan las personas, ¿sabes? Y la verdad es que me siento feliz de poder encontrar algunas de vez en cuando, suele ocurrir cuando menos lo espero. Aunque en realidad, puede que la vida sea más sencilla para los que no aman tanto hablar con otros.



23 de octubre de 2015

Post inacabado


Agradezco tener cinco euros en el bolsillo cuando sale el sol y estoy sola, y la soledad disfrutada de otras veces se convierte en un peso insoportable. Y es fiesta y no hay nadie, pero puedo salir a la calle, y sentarme al sol en una terraza;
Agradezco tener una cama grande y cómoda, cada noche que llego arrastrando los pies hasta ella;
Agradezco poder aún seguir cuidando a quien por mí dejó de lado su vida hace décadas;
Agradezco haber vivido ya medio siglo y no notar el cansancio, sino ganas de vivir el resto con más fuerza;
Agradezco tener esos pocos amigos a los que sé que puedo llamar de pronto, cuando hace falta. Y aunque aprendí hace tiempo que no es bueno esperar nada de nadie, acuden a abrazarme sin tardanza;
Agradezco la risa del de enfrente, cuando yo soy su causa;
Agradezco que alguien me de a mí las gracias por estar cerca, aunque sepa que probablemente, él no estará mucho tiempo ahí, para mí;
Agradezco a la vida las personas bonitas que puso en mi camino, y haberme hecho capaz de apreciarlas;
Agradezco todo el tiempo que han pasado conmigo, por poco que fuere, porque podría no haber existido;
Agradezco a los hombres que me quisieron, el tiempo que pasaron cerca de mí. Y a los que no lo hicieron, todo lo que con ello aprendí;
Agradezco la cara ilusionada de quien de mí abre un regalo preparado con mimo. Una sonrisa infantil de ilusión, unos ojos brillantes y sinceros, es el mejor regalo de vuelta;
Agradezco cada whatsapp que no espero, cuando estoy sola y echando de menos, y me hacen sonreír un sábado por la tarde;
Agradezco que leáis estas bobadas, porque a nadie le importan, excepto a mí.

21 de octubre de 2015

Yo haré que funcione


Todos hemos conocido casos de parejas más o menos estables que, llegada la primera o la enésima crisis, deciden que hay que ponerse manos a la obra para solucionar sus problemas.

Unos se deciden por la terapia de pareja, el psicólogo, el coach, y otros lo intentan por su cuenta, con el clásico viaje en pareja, aparcando a los niños con los sacro santos y pacientes abuelos. Los más descerebrados, incluso, regresan en algunos casos con otro niño encargado, que nacerá cargando sobre sus hombros la enorme y absurda responsabilidad de hacer que una pareja que ya no se entiende, se enamore de nuevo arrullada por los llantos nocturnos de un lactante.

Personalmente, nunca he entendido mucho las terapias de pareja. Creo que el amor tiene un comienzo y un final. Supongo que, igual que su nacimiento nos resulta imperceptible -para cuando nos damos cuenta de su existencia, ya estamos metidos de lleno en él hasta las cejas-, tampoco es fácil reconocer su muerte. Pero una vez constatada... una vez comprendemos que el amor ha muerto, intentar resucitarlo con la ayuda de un profesional externo, me parece semejante a realizar maniobras resucitatorias a un cadáver. 

Soy consciente de que mi opinión puede sonar muy fuerte. Hasta ahora no he encontrado a ningún otro partidario de la eutanasia amorosa entre mis allegados. Mis amigos, la mayoría casados, no entienden mi punto de vista. He de suponer que son todos felices, cosa que además, les deseo.

En fin, a pesar de no creer en estos intentos, sí puedo entenderlos, por supuesto. Es fácil comprender que haya quien intente salvar una historia larga y llena de emociones compartidas, viajes, hijos, ilusiones, abrazos, susurros, te quieros y confidencias. Y como no -y tal vez mucho más-, de hipotecas, chalets en la Sierra y apartamentos en Torrevieja. Lo que desde luego no alcanzo a entender de ninguna manera, es que alguien piense que puede arreglar una historia nonata. 

Conocer a un tipo, caerse mutuamente bien, reír juntos, disfrutar de unas noches de copas y un par de excursiones entretenidas, comenzar a vislumbrar los tintes de una posible relación semejante a la amistad, que aderezada por cierta atracción física mutua, lleva al coqueteo. Algún intercambio de besos entre risas, y poco más. Entonces, uno de ellos -él-, se desboca mostrando su teoría del amor y las relaciones amorosas: "Yo haré que funcione". "De mí depende que te enamores de mí, y lo voy a conseguir". "Pondré todo mi empeño para que funcione". Y ya para y mención honorífica, "yo soy así, vas a alucinar conmigo".

Algo me perdí en mitad del camino. Quizá es que me falta algún tornillo, porque pienso que ninguna historia naciente debe de ser forzada. Que no pasa nada por estar solo. Que cuando nace una historia, solo merece la pena continuar en ella si de forma natural nos agrada y todo nuestro ser nos pide hacerlo. Que no somos seres que solo puedan vivir en pareja, y que esto no es obligatorio. 

Qué necesidad hay de enamorar a otro que de por sí no se ha enamorado de ti, de hacer que funcione algo que seguramente no tiene por qué funcionar. Cuando tienes la suerte de ser libre, ¿por qué atarte a una innecesaria vida en pareja, solo por el hecho de contar a tus amigos "eh, que ya tengo pareja de nuevo"? ¿Qué empeño es ese, cuando tienes toda la vida por delante para conocer personas y decidir si, de forma natural, se acoplan a tu forma de ver la vida y las relaciones?

Caballero, es usted muy atractivo y una de las personas más divertidas que conozco, pero pise el freno, por favor, que yo me apeo.



De ilusión se vive

Miracle on 34th Street, la tres veces oscarizada película de George Seaton (1947), fue titulada en España "De ilusión también se vive". Esa frase se ha convertido en coletilla popular, y a todos nos la han soltado en algún momento a modo de bofetón. Pero me vais a perdonar que elimine por mi cuenta el adverbio. Porque yo no creo que vivir con ilusión sea una más de las posibilidades de la vida, sino que la vida es mucho más llevadera, apetecible e incluso apasionante, caminando a través de ella de la mano de una, o de muchas, ilusiones. Yo misma recuerdo haberlas tenido, no hace mucho tiempo.


16 de septiembre de 2015

El ´Carpe diem´ y la aritmética de las relaciones


A veces me pregunto si todas esas personas que manejan con soltura el término ´Carpe diem´ como un leitmotiv propio y asumido, saben realmente lo que implica. No me pregunto si saben latín, porque visto lo visto, debo de ser una de las pocas personas que no ´saben latín´ en esta sociedad nuestra, sino si verdaderamente viven su pasaje por la Tierra como si realmente fueran conscientes de que esta será la única vez que van a pisarla.
Que la vida es una, y que nadie conoce el momento en que dejará de gozar de ella, es una cuestión, me diréis, de cajón. Pero curiosamente, la mayoría de nosotros solo empieza a ser consciente del trasfondo terrible del asunto cuando le ocurre una tragedia. A ellos mismos, a un familiar cercano o a un amigo. Ese fue mi caso. Desperté hace 20 años, cuando la vida de mi hermano se vio truncada por un accidente de tráfico, y las vidas del resto de nosotros cambiaron de color, y de rumbo. Hubo de ocurrir algo tan terrible, para que me diera cuenta de lo absurdo de posponer decisiones personales que podrían reportar felicidad propia, por razones tan ridículas como el qué dirán.

Por suerte, todo lo que nos ocurre a lo largo de la vida, sea bueno o malo, nos enseña algo. Y yo agradezco infinitamente a la filosofía del ´Carpe diem´ la fuerza que me ha dado para tomar decisiones en algunas situaciones. Y el valor, para seguir por caminos a los que la razón pone vallas. Como cuando topamos en el camino con personas de las que la razón se empeña en hacer que nos alejemos, simplemente por la estúpida posibilidad de que acabemos sufriendo algún daño. Pero ¿acaso estar vivo significa estar siempre a salvo?.

Es aquí donde entra, en esta divagación absurda, la aritmética de las relaciones. Esa que versa sobre las personas que suman y las personas que restan. A veces hay que ser un hacha para distinguirlas, porque ocurre no pocas veces que llega alguien a nuestra vida con un signo de adición tatuado en la frente, y hasta que no nos ha clavado un puñal por la espalda, no nos damos cuenta de que, en realidad, restaba. Ante la duda, dado que no somos adivinos, el ´Carpe diem´ tal y como yo lo entiendo, aconseja acercarse a estas personas, acogerlas. Experimento y resultado, nunca huida. Eso sí, con los ojos abiertos, que confundir bondad con estupidez no tiene un pase. A la primera puñalada, hay que saber decir adiós. La mayoría de las personas pueden merecer una segunda oportunidad, pero una tercera... casi nadie.

No sé si será inocencia, estupidez o esperanza en la raza humana, pero yo no concibo apartar de mi vida a quien en ella aparece como un regalo inesperado, por negro que sea el futuro en los horóscopos, sabiendo como sé, como creo firmemente, que mañana mismo puedo estar muerta. Y no hay nada más aburrido que un muerto que no vivió.



8 de abril de 2014

Por qué escribo



Hace unos días escribí unos versos y los publiqué, como alguna otra vez, en Twitter, para desear buenas noches. Normalmente suelo dejar una cita de algún poeta, pero muy de vez en cuando, me asaltan las ganas de escribir algo propio. La última noche que lo hice, alguien leyó mis versos de aficionada sin pretensiones y los criticó al día siguiente, sin mencionarme directamente -no era necesario-. 

La crítica iba dirigida a la poca vergüenza de quienes escriben unas frases cortas con rima y creen que eso es hacer poesía. No puedo estar más de acuerdo con el fondo: admiro demasiado a los poetas, como para llegar a creer que lo que yo hago a veces, sea algo ni remotamente comparable. Sin embargo, no deja de parecerme curioso, y enormemente aventurado, que tales críticas vengan de alguien sin la sensibilidad ni los conocimientos de métrica suficientes como para agrupar cuatro palabras en un ripio. Nada sorprendente, por otra parte, puesto que aventurarse a criticar lo que ni de lejos somos capaces de hacer nosotros mismos, es un deporte muy español.

¿Por qué escribo, entonces, siendo perfectamente consciente de que no soy Shakespeare? La respuesta es bien sencilla y admite diversas opciones, a cuál más cierta. La primera razón es la más directa y fácil de responder: escribo, señores míos, porque me da la real gana. A partir de ahí, podría aducir otros motivos, como todas esas sensaciones agradables que la escritura me ha regalado, esos momentos bajos de los que escribir me ha ayudado a salir  y volver a plantarme una sonrisa en la cara. El último de mis motivos, quizá, es que hay algunas personas que aprecio y por las que me siento apreciada, que me animan a seguir escribiendo. Además, la mejor escuela de escritores es la práctica. Y, aunque no haya de llevarnos a ninguna parte, al menos el camino recorrido es lo suficientemente agradable por sí mismo como para no dejar que crezcan en él las malas hierbas. 

¿Qué te gustaría haber sido si hubieses podido elegir una profesión diferente? Novelista. ¿Qué es lo que más alegría te produce cuando te sientes triste? Escribir. ¿En qué te agradaría ser especialmente hábil? Escribiendo. He aquí mis respuestas. 

Dudo mucho que ningún poeta vaya a retorcerse en su tumba por culpa de mis escritos. No creo que a nadie haga daño que utilicemos nuestra libertad para escribir lo que nos venga en gana, para experimentar con palabras, ritmos y métricas. Además, la palabra escrita tiene una enorme ventaja, y es que este es uno de esos ámbitos en los que el ser humano puede ejercer su libertad, escogiendo lo que desea leer y lo que no. Es tan sencillo elegir una lectura, tan fácil saltar de un libro a otro, como de un perfil a otro de Twitter. Razón ésta por la cuál me resulta de todo punto inútil y ciertamente estúpido, obligarse a sufrir con los ripios de alguien que no nos agrada.

Por mi parte, sólo me queda añadir una cosa: a ti que me lees, GRACIAS.


18 de agosto de 2013

El final de la nostalgia

(Foto de Marcin Kesek)

He aprendido -tarde, como siempre, aunque está claro que hacerse mayor tiene este tipo de ventajas-, que muchas veces alimentamos la añoranza de las personas de forma equivocada. A veces, nos empeñamos en creer que la persona a quien echamos de menos es más importante para nosotros de lo que en realidad es. Y no contentos con ello, imaginamos que nos echa de menos de igual manera. Que la vida es tan injusta que mantiene alejados a dos seres que desean estar juntos, que se extrañan. La impotencia que brota en nosotros de esta ilusión romántica, es la que nos impulsa a echar de menos en exceso. A sentir la pena de que algo especial, no pueda llegar a ser. Creyendo que la otra parte lo desea de la misma manera. Pero tarde o temprano la vida, que sigue su curso sin compasión y no vive de ilusiones, nos va poniendo delante las pruebas de nuestra descabellada fantasía -nadie que te eche de menos permanecería alejado tanto tiempo, ni preferiría estar en otro sitio, ni dejaría pasar varios días sin saber si estás bien-. Y en el mismo momento en que descubrimos que el otro no nos extraña tanto como imaginábamos, que su vida sigue tan feliz como antes de cruzarse con la nuestra, aunque no esté en ella hace tiempo, llega la desilusión y la tristeza. Y el enfado con uno mismo por haber sido tan estúpido como la lechera del cuento. Parece que la pena no vaya a pasar nunca, pero pasa. Y un día, de pronto, sientes como si un enorme peso se liberara de tu cuerpo. Eres consciente de que dejaste de echar de menos en exceso, de que tu vida es tuya y es preciosa. Y ya no tienes que sentirte triste por él, al menos. Y de pronto descubres que ya no sufres. Porque no se puede echar de menos algo que no existe. Porque el hecho de saber que no era algo recíproco, te libera de sentir esa lástima por la otra parte. Y así, de la manera más tonta, dejas de sentir añoranza al saber que nadie te esperaba al otro lado del puente, y vuelves a ser feliz. Tú. Contigo. Ahora, por fin, en tu lado, reina la tranquilidad. Nunca es tarde, y realmente tú te la merecías hace tiempo. Ahora sí: VIVE.


2 de julio de 2013

Vértigo

(He tomado la foto de aquí)
 
Por más que uno lo haya meditado durante horas, meses e incluso años, por más que sean elegidos, los cambios producen vértigo al más pintado. Cambiar de trabajo -aunque bajo el panorama actual del mercado laboral en este país esto es algo que puede sonar utópico y pretencioso- produce vértigo ante lo desconocido. El miedo a no ser capaz de afrontar los nuevos desempeños, el temor a las nuevas relaciones interpersonales, a los nuevos jefes...

Pero, ¿y si en lugar de dejarnos abatir por los miedos, abrimos la puerta a la ilusión? Puede que un cambio de actividades después de unos cuántos años repitiendo las mismas día tras día nos anime. Puede que el nuevo entorno nos ayude a ampliar nuestros círculos sociales. Y además, lo más seguro es que vayamos a aprender cosas nuevas. Si todo esto es posible, y lo es, tendremos más probabilidades de que ocurra realmente si afrontamos el cambio con ilusión. A mí, casi siempre me funciona.

Un cambio de estado sentimental es otra de esas situaciones que pueden producir vértigo, miedos y sentimientos desestabilizantes, cuya intensidad suele ser, en mi opinión, directamente proporcional al tiempo que hayamos pasado compartiendo nuestra vida con el otro. A pesar de que uno tenga el total convencimiento de que la ruptura es la mejor salida -incluso a veces la única-, de que ya no hay posibilidad de volver atrás, el momento definitivo en que la persona que ha compartido tu vida durante 10, 15 o 20 años cierra la puerta por fuera y abandona el hogar, es duro. Todo el aplomo y la seguridad que unos meses antes te hacían ver que era inevitable y necesario, parecen esfumarse también por la rendija inferior de esa puerta. Y por un instante, que puede durar minutos, semanas o meses, te invade el vértigo. Y pulula a sus anchas por tu cabeza sembrando decenas de dudas. Y si...?, y si...?

Dudar no es malo. Lo malo, lo peligroso, es que las dudas y los miedos nos bloqueen y nos impidan seguir Viviendo. Que nos detengan y nos vuelvan conformistas, que nos lleven a intentar alargar artificialmente la vida de algo que, sabemos, ya no da más de sí. Qué bueno sería saber guardar el recuerdo de los buenos momentos compartidos (algunos de ellos fueron sin duda los más felices de nuestra vida) y tratar de olvidar todos los malos. Y decir adiós mirando hacia el futuro con ilusión. Detenerse un instante, aspirar hondo, soltar el aire y sonreír. Los cambios siempre traen consigo cosas buenas.  
 


Nota: El vídeo que había elegido para esta entrada era otro, pero he querido cambiarlo por este, que un buen amigo me ha enviado después de leerla, y me parece perfecto. Muchas gracias C. Abrazos.

15 de enero de 2013

Pastillas para no soñar

Fotografía: Anna Adén, vía Cultura Inquieta


Leía hace unos días una entrada de mi amiga Mercè Roura en su blog La rebelión de las palabras, en la que habla de la capacidad para desprenderse de las ataduras y ser uno mismo, iluso muchas veces pero al fin y al cabo vivo y ardiente. Me gustó mucho, como todo lo que ella escribe, porque tiene una mente incansable y prodigiosa y maneja el lenguaje con una soltura para mí envidiable. Me gustó, y me hizo reflexionar. Sobre lo efímero de esta única vida que tenemos, sobre tanta y tanta gente que muere sin haber vivido, sobre los riesgos que entraña vivir apartando miedos y tomando trenes. 

Confiar en la gente, perseguir ilusiones, devolver sonrisas sin pensar que probablemente la que nos han mostrado, no es más que un gancho para atraparnos, para hacernos daño cuando hayamos bajado nuestras barreras... todo esto conlleva muchos riesgos. Por eso tal vez, los seres humanos cargamos sobre nuestras espaldas con tantos miedos. Porque del mismo modo que en los primeros tiempos, el miedo ayudó a nuestros ancestros a defenderse contra los predadores, hoy en día sigue siendo el miedo quien nos dice "no tomes ese tren... puedes salir lastimado".

Vivir la vida tal como llega, confiar en las personas, ilusionarse por amor, soñar despierto, son actitudes que indudablemente pueden llegar a causar dolor, porque ponemos nuestro yo más auténtico y vulnerable en manos de los otros. Unas veces saldrá bien, y otras, nos destrozarán el corazón como un papel de seda arrugado entre las manos. Nos llevaremos algunas decepciones, pero también un buen puñado de vivencias positivas. Francamente, creo que merece más la pena una vida de verdad que no dure cien años, que una larga vida anodina y segura, sin sobresaltos, taquicardias, aventuras e inseguridades que nos acompañen cuando partamos.

Como dijo hace más de cien años Harriet Beecher Stowe, la autora de La cabaña del tío Tom: "Las lágrimas más amargas que se derramarán sobre nuestra tumba serán las de las palabras no dichas y las de las obras inacabadas".





Pastillas para no soñar (J. Sabina)


Si lo que quieres es vivir cien años
No pruebes los licores del placer.
Si eres alérgico a los desengaños
Olvídate de esa mujer.
Compra una máscara antigas,
Mantente dentro de la ley.
Si lo que quieres es vivir cien años
Haz músculos de cinco a seis.

Y ponte gomina que no te despeine
El vientecillo de la libertad.

Funda un hogar en el que nunca reine
Más rey que la seguridad.
Evita el humo de los puros,
Reduce la velocidad.
Si lo que quieres es vivir cien años
Vacúnate contra el azar.
Deja pasar la tentación
Dile a esa chica que no llame más
Y si protesta el corazón

En la farmacia puedes preguntar:
¿tiene pastillas para no soñar?

Si quieres ser Matusalén
Vigila tu colesterol
Si tu película es vivir cien años,
No lo hagas nunca sin condón.
Es peligroso que tu piel desnuda

Roce otra piel sin esterilizar,
Que no se infiltre el virus de la duda
En tu cama matrimonial.

Y si en tus noches falta sal,

Para eso está el televisor.
Si lo que quieres es cumplir cien años
No vivas como vivo yo.



20 de octubre de 2012

Sobre el sentido del humor


El sentido del humor bien entendido es un bien muy escaso. No me estoy refiriendo a esa capacidad para reír a costa de los defectos ajenos, tan innata al ser humano -como ocurre con los chistes, las imitaciones y las caricaturas ajenas-, sino a esa otra capacidad, más sutil y refinada, de transformar la realidad en una caricatura de sí misma, intentando con ello quitarle hierro y sacar de ella algo positivo: sonrisas. 

No quiero decir ni mucho menos con ello que piense que el sentido del humor y la sonrisa vayan siempre de la mano. A veces sí ocurre así, y es una gran suerte dar con ese tipo de gente: personas dotadas de un fino sentido del humor, que además alegran el día a cuantos les rodean regalando sonrisas -hace ya algún tiempo que considero fundamental rodearse de este tipo de personas, tan necesarias como la calidez del sol a partir de cierta edad-. Pero, en general, ni todo el mundo que reparte sonrisas está dotado de sentido del humor, ni todos los agraciados con el mismo son personas felices. De hecho, conozco a verdaderos artistas del humor ácido e irónico, a los que cuesta arrancar una sonrisa, almas en el fondo tristes, que nos hacen reír con su ingenio sin esbozar una sonrisa. Haberlos, haylos.

Para mí, el sentido del humor es fundamental. Es una de las cualidades que más aprecio en los seres humanos, junto con la bondad y la inteligencia. Un hombre capaz de hacerme reír, reír conmigo y reírse de sí mismo, tiene ya para mí un enorme atractivo. Y esta última parte, la capacidad para relativizar y ser capaz de hacer bromas y aguantarlas estoicamente, sobre las propias características o circunstancias, es la más difícil de encontrar, por ser la más difícil de llevar a cabo en la práctica.

El otro día, discutía amigablemente con un amigo sobre ello, pues él no entendía los límites que mi propia moral me impone a la hora de hacer humor. Soy capaz de aguantar bromas sobre mi aspecto físico o mi forma de hablar, pero no me hacen gracia los chistes sobre problemas ajenos de tipo físico, enfermedades y demás. Aquel día, alguien había comenzado a usar en Twitter el hashtag #PelisconDislexia, y este amigo me propuso que, dada mi afición a jugar en estos juegos, escribiera alguno. Le contesté que no me motivaba, pues a pesar de considerar que mi sentido del humor es de manga muy ancha, no encuentro la gracia a hacer chistes a costa de la dislexia, el Alzheimer, el maltrato (que también he visto hace poco un #PelisConMaltrato, sí, como lo leéis), la pederastia, la fibromialgia, la cojera o la gordura, por poner algunos ejemplos. 

No me molestan porque sea yo quien padezca ninguno de esos males, sino porque siempre hay algún conocido, más o menos cercano, que los sufre, e incluso algún desconocido que pueda sentirse ofendido al leerlos. Puedes tomarme el pelo de buen rollo llamándome pies grandes, flacucha, Cirano o jirafa -de niña no me hacía ninguna gracia, pero una de las pocas cosas buenas que tiene hacerse mayor, es que lo que antes veías como defectos, ahora pueden llegar a ser incluso virtudes-. Seguramente nos reiremos juntos. Pero eso sí, doy por hecho que, si entras en el juego, jugamos todos, y tú también estás dispuesto a recibir. Y nos reiremos juntos, por que si no, ¿qué gracia tiene el juego?

Otro tipo de humor, yo no lo entiendo.


12 de septiembre de 2012

Recomenzando



Se había marchado de vacaciones con el ánimo agotado por las responsabilidades de la vida diaria, el desánimo de que probablemente a su regreso el ambiente laboral en el que se había sentido cómoda hasta entonces podía darse literalmente la vuelta, y la nostalgia anticipada ante la inminente partida de un compañero entrañable con el que había compartido risas en esos años. Una decepción personal le añadía además un peso extra a la mochila del cansancio acumulado. Se propuso aprovechar el tiempo ese verano para desconectar, descansar y olvidarse de todo lo que no le aportara alegría, de todo lo que la hiciera sentirse mal, sentirse pequeña y desvalida como un niño al que nadie acaricia. 

Alquiló una casita blanca de contraventanas azules, sobre un promontorio frente al mar, y aprovechó el tiempo para recomponer los pedazos de su alma y las fuerzas de su cuerpo, que ya no era tan joven. Pasó los días devorando libros, paseando, pintando, y meditando sobre la vida que había llevado en los últimos tiempos, la vida que desearía vivir, la que consideraba adecuada para ella, la deseable para quienes la rodeaban, y los posibles puntos de intersección entre todas ellas. 

Los días pasaban lentamente, sumida en esa maravillosa sensación de libertad que da el no verse sujeto a la dictadura del reloj. Una libertad que le permitía, por primera vez en mucho tiempo, vaciar la mente de todo lo superfluo y ocuparla en cosas que en los últimos meses no se había detenido a cuestionar, sumida en la vertiginosa huída hacia adelante de la vida cotidiana. Se permitió el lujo, incluso, de quedarse quieta a ratos,  reclinada sobre una hamaca en el porche, mirando únicamente el vaivén de las olas. Sin tener que pensar, sin prisa para nada. Y en algunas ocasiones (con frecuencia le ocurría al amanecer, mientras el sol comenzaba a asomar lentamente sobre la línea del mar), se sorprendió pensado en la utopía de la felicidad plena. Algo que más de una vez la había mantenido ocupada sintiéndose desgraciada por su ausencia, y le había impedido disfrutar de los pequeños momentos felices que, sin darse apenas cuenta, la iban asaltando cada día (como dice Punset, "la felicidad se encuentra muchas veces en la sala de espera de la felicidad").

Se dio cuenta de que, cuando no se aferraba de forma testaruda a esa necesidad de alcanzar la felicidad, no se veía sometida al estrés por conseguirla y era capaz de dejarse llevar por la ilusión de las pequeñas cosas. Una ilusión que nada tenía que ver con el conformismo de los resignados, de los que cierran los ojos para seguir viviendo una vida mediocre, aunque tengan en sus propias manos, al alcance, la posibilidad de ser mucho más felices. La ilusión de quien de verdad está deseando vivir y es capaz de encontrar el valor necesario para tomar las riendas de su vida. De escuchar a su propio corazón, de intentar no culpar a otros, porque nadie tiene la llave de nuestra felicidad ni es culpable de nuestras decisiones ni de nuestra cobardía para tomarlas. Como mucho, pensó, si hubiera que buscar culpables, somos nosotros mismos a veces los que permitimos que nos hagan daño, otorgando un poder excesivo a personas que no lo merecen, a quiénes, dijeran lo que dijeran, demuestran con sus actos que no nos quieren. Recordaba una frase de un biólogo chileno, Humberto Maturana, leída en el blog de Mertxe Pasamontes, que decía: "los seres humanos surgimos del amor y dependemos de él, y nos enfermamos cuando éste nos es negado en cualquier momento de la vida", y para ilustrarlo contaba que en algunas culturas primitivas, cuando un enfermo acudía ante el brujo de la tribu aquejado por algún dolor, éste le preguntaba: "¿quién no te quiso hoy?". 

Pensó que, a veces, nuestra ceguera frente a los demás seres humanos, nos lleva a la decepción y el sufrimiento, pero por suerte, es un tipo de ceguera de las que se curan cerrando una puerta, una vez que maduramos y asimilamos que el mundo no se acaba porque alguien deje de querernos. Pasaron los días. Una mañana, comprendió que casi sin darse cuenta había recorrido una buena parte del camino. Había sufrido, había pasado demasiado tiempo triste, pero debía de perdonarse por ello. Tenía derecho a reconocer ante sí misma que no era tan fuerte como los demás creían, a sentir sus propias emociones, buenas o malas. Pero tenía también la obligación de cambiarlas, y sólo ella tenía el poder para conseguirlo, sola o en compañía, con o sin amor.

Puesto que no sirve para nada lamentarse, y que además la observación le había demostrado que cuanto más afecto ofrecía a su alrededor, más feliz se sentía, se propuso intentar vivir cada día como si fuera el último, regalando saludos y sonrisas, y comprobó inmediatamente que cada sonrisa que regalaba a un desconocido, se le devolvía aumentada en las bocas de otros. Tal vez no había llegado aún a la felicidad, pero sin duda, pensó, estaba en el camino. 

Como lo estamos todos. Es sólo que a veces, nos cuesta verlo.





4 de septiembre de 2012

La vida después (libro)




Uno de los libros que he leído este verano es la última novela de la escritora y periodista gallega Marta Rivera de la Cruz. Me lo prestó mi amiga Cristina y me ha gustado mucho. Fluido y fácil de leer, te engancha a seguir la historia a pesar de la ausencia de misterio en sus páginas. Es un libro que aborda las emociones y relaciones humanas, centrándose en la amistad de toda una vida entre un hombre y una mujer. Un concepto en el que muchos no creen, dentro y fuera del libro. 

La protagonista  es una mujer que acaba de perder trágicamente a su mejor amigo, quien ha sido la persona más importante de su vida. A lo largo del libro se va observando cómo casi todas las personas que conocieron a ambos habían creído siempre que entre ellos había mucho más que amistad, que eran amantes. Además de estar muy bien escrito, a mi juicio por supuesto, el libro contiene algunas frases que me gustaron especialmente:

“Tal vez es que la desdicha nos vuelve más sabios, más comprensivos... Y también más buenos".

"El ser humano nace con el derecho a ser feliz, y ese derecho implica también una obligación. La felicidad es también una cuestión de voluntad, de perseverancia. Recuerda siempre que no hay nada de malo en querer estar vivo".


La vida después, Marta Rivera de la Cruz, 2011.


31 de julio de 2012

Dormido por vacaciones



Hace varias semanas que no escribo ninguna entrada nueva, y no es que hoy tenga algo extraordinario que contar precisamente, sino que me voy de vacaciones. Hace un año que no me tomo unos días y realmente me hacen falta. Me ilusiona la perspectiva de pasar un mes entero frente al Cantábrico, paseando, leyendo, disfrutando de momentos familiares y de momentos no menos especiales de soledad. No llevaré en la maleta mi portátil, cuyo lugar ocuparán los libros, esos grandes relegados durante el "curso". A quien caiga por aquí en estos días, gracias sinceras por asomarte a mi blog, espero que te quedes. 

Feliz verano a todos. Estáis obligados a ser felices. Un abrazo.


12 de junio de 2012

Ríe siempre

Ridi sempre, ridi, fatti credere pazzo, ma mai triste. Ridi anche se ti sta crollando il mondo addosso, continua a sorridere. Ci son persone che vivono per il tuo sorriso e altre che rosicheranno quando capiranno di non essere riuscite a spegnerlo.

Roberto Benigni

Ríe siempre, ríe, que piensen que estás loco, pero nunca triste. Ríe aunque el mundo se te esté cayendo encima, continúa sonriendo. Hay personas que viven por tu sonrisa, y otras que rabiarán cuando comprendan que no han conseguido apagarla.



Hace muy poco leí por primera vez este texto de Benigni que define tan bien el espíritu de su maravillosa película, La vita è bella: toda una filosofía en la que el devenir de la vida me obliga a creer sin remedio. ¿Habéis hecho alguna vez el experimento de salir de casa por la mañana sonriendo? Aunque no hayamos dormido bien o nos duela la cabeza recordando la discusión o las malas caras de la noche anterior, realmente pintarse una sonrisa y ofrecerla a quienes nos vayamos cruzando a lo largo del día, funciona. Son muchas las personas que nos la devolverán -aunque no debemos hacerlo esperándolo-. Otras, quizá, nos lanzarán una mirada sorprendida (fatti credere pazzo), pero ninguna de ellas, casi con toda seguridad, nos la cambiará por una mala cara, por una mala contestación.


Si nos paramos a pensarlo, da un poco de vértigo sentir que somos capaces de modificar en cierta medida el comportamiento de los otros e incluso, yendo aún más lejos, sus posibilidades de tener un buen o un mal día. Pero de algún modo es así, al menos para mí. Basta que alguien, conocido o desconocido, te dedique una sonrisa para alegrarte la mañana. Y basta que alguien a quien quieres te ponga una mala cara, te conteste mal o -peor aún- te ignore, para que ese día se transforme de un plumazo en un día sombrío y triste.

Sonreír cuesta poco, y a cambio atrae buena suerte, para nosotros y para quienes nos rodean. Por contra, pasar el día quejándose de las desgracias que la vida ha puesto en nuestro camino, sólo atrae nuevas desgracias. La primera: aparta de nuestro lado a la gente que podía estar también ofreciéndonos sonrisas. La segunda: es posible que el mostrarnos debilitados por la desgracia haga un poquito más felices a quienes nos quieren mal. Y... ¿vamos a darles ese gusto? 





16 de mayo de 2012

Me gusta la gente

En los últimos años, desde que descubrí las redes sociales y comencé a integrarlas en mi vida, he podido escuchar muchas opiniones contrarias a ellas. Me resulta extraordinariamente curioso, además, que muchos de sus detractores suelen ser personas que no las conocen, y practican el insano deporte nacional de hablar sin conocimiento de causa. Personas, en algunos casos, a las que gusta afirmar con orgullo que no utilizan ninguna red social pues prefieren la vida real, y que piensan que detrás de cada avatar de usuario, se esconde una personalidad carente de habilidades sociales, seguridad y autoestima. Hay incluso quienes afirman sin sonrojo que, en muchos casos, el uso excesivo de las vías de comunicación 2.0 interfiere de manera  negativa en la necesaria socialización en el mundo real. 

Desde mi escasa experiencia y como absoluta profana en comunicación, psicología o sociología, me pregunto: si una persona con problemas para relacionarse en sociedad, es capaz  -gracias a herramientas como Twitter, Facebook o Tuenti- de expresar sentimientos, emociones, opiniones, interactuar, discutir, sonreír, alegrarse, felicitar aniversarios, mostrar empatía en los duelos de sus congéneres, o sentirse mínimamente acompañada en su soledad en un momento de duelo, ¿qué hay de malo en ello?

No dudo que, dependiendo del grado de madurez individual, puedan existir ciertos riesgos. Sobre todo para ese tipo de personas que aún confunden los contactos de sus redes sociales con auténticos amigos, y que pueden llegar a  experimentar un pasajero estado depresivo al comprobar que alguien ha dejado de seguirles en Twitter. Son comportamientos que desde mi punto de vista resultan exagerados, pero tristemente observables, aunque me niego a considerarlos como un comportamiento generalizado. De todos modos, si lo pensamos bien, esto también ocurre todos los días en la vida real, donde lógicamente es mucho más doloroso: ¿a quién no se le ha resquebrajado el corazón ante una decepción provocada por alguien a quien consideraba un amigo? 

En mi humilde opinión, el peligro que entraña la socialización en las redes reside en que el individuo pierda pie firme en el mundo real a medida que se sumerge más y más en ellas. Habría que tener por ello especial cuidado con los preadolescentes, que hoy en día entran en Tuenti con apenas 12 años y en poco tiempo acaban teniendo perfil en Twitter. A esas edades, entiendo, sí es delicado el uso indiscriminado de las redes sociales, puesto que aún no se ha alcanzado la madurez necesaria para comprender que el muro de una página pública no es el lugar más adecuado para exponer los sentimientos más íntimos ni publicar toda nuestra vida.

Dejando aparte estas excepciones, no deberíamos olvidar que existe un enorme grupo de usuarios -quiero pensar que la gran mayoría- que no vive dentro de una red. Que socializan sin problemas en su vida cotidiana lo mismo que en el 2.0. Gente que ama la vida y a las personas, que lo mismo da los buenos días a un vecino en el ascensor y al conductor del autobús, que conversa con otros padres en el parque y tiene un buen número de amigos reales con los que comer cada día pero que, también, por qué no, gusta de pasar un tiempo charlando con desconocidos en las redes. 

En mi caso, las redes sociales son uno más de mis pasatiempos preferidos, junto con la lectura, la escritura, el dibujo o el cine, por ejemplo. Además, es un pasatiempo que, sin haberlo pretendido nunca, ha servido de vehículo para conocer personas interesantes. Para mi sorpresa, algunas de ellas se han acabado instalando en mi vida, en el grupo de los amigos reales. Decepciones me he llevado bien pocas -procuro no tener expectativas en ese sentido- y nunca han sido lo bastante importantes como para quitarme las ganas de seguir socializando con otros seres humanos. Dentro y fuera, por igual.

Me gusta la gente. La vida es maravillosa, un lugar infinito poblado de personas valiosas, interesantes, divertidas, cariñosas, generosas. ¿Por qué habríamos de autolimitarnos conocer a las que se encuentran físicamente más lejos, si tenemos la posibilidad de hacerlo? Yo, desde luego, me siento feliz de haber conocido a unas cuántas, también en el 2.0. La vida es todo eso, y mucho más.

Gracias ;)



25 de abril de 2012

Todo pasa

Hace unos días, cuando el frío y la lluvia regresaron en plena primavera, escribí una entrada dejándome llevar por la nostalgia de los días grisesNostalgia de tiempos mejores, de días de rosas, nostalgia de seres queridos que se fueron de nuestro lado, unos sin querer, otros por decisión propia. Estos últimos son tal vez los que más duelen, porque tomaron voluntariamente el camino que les alejaba de nosotros, al descubrir tal vez con el tiempo que no éramos importantes en sus vidas. 

Es doloroso ver alejarse los trenes que se llevan una parte de nuestra vida, por pequeña que esta fuera. Hay que ser muy fuerte para agitar la mano con aplomo diciendo adiós. Pero no queda otro remedio que hacerlo y, al mismo tiempo, recordarnos cada día que somos alguien valioso y digno de ser amado. Nadie merece que perdamos la sonrisa y las ganas de volver a alzarnos y continuar el camino, una vez más. 

Afortunadamente en esta vida, todo pasa. Lo que en algún momento nos pareció imposible, se convierte en una posibilidad no tan lejana. Cuando alguna vez pensamos que no volveríamos a sonreir, amanece un nuevo día soleado y nos sorprende la sonrisa aflorando en los labios sin anunciarse. Cuando creímos que nuestra vida quedaría vacía con la ausencia, descubrimos de pronto que se está llenando de nuevo, sin darnos cuenta, de nuevas esperanzas. Cuando la decepción nos hizo pensar que no volveríamos a creer en el ser humano, descubrimos a nuestro lado personas maravillosas dispuestas a darnos la mano en el camino. Una mano sincera y generosa, que no deberíamos negarnos a tomar nunca. La mano que borrará de nuestra mente la nostalgia, haciéndonos descubrir que lo que añorábamos, era infinitamente peor que todo lo que nos espera por delante.

Nostalgia, ma non troppo. Por suerte, todo pasa.


9 de abril de 2012

Lluvia

La mayoría de la gente se siente mejor en los días soleados. Pareciera que la vida nos sonríe a través de cada rayo de sol que nos llega. Sentimos más intensamente el calor de las personas que nos quieren, e incluso nos parece que el odio y el rencor de nuestros enemigos, se hacen insignificantes. Una vez una mujer que podía ser mi madre me dijo que las personas mayores necesitan el sol para vivir. Desde que llegó la primavera, me doy cuenta de que sin darme casi cuenta, he debido de hacerme mayor.

Hay también quien adora los días de lluvia. La verdad es que no hay mayor placer que quedarse en casa viendo llover tras los cristales. Aunque son días que, a mí personalmente, me inducen a la melancolía y me hacen recordar, más que nunca, a las personas que ya no están en mi vida. Unas, porque dejaron de existir. Otras, porque quisieron marcharse. Pensaréis que es bastante tonto recordar con melancolía a quienes dejaron de estar a nuestro lado por decisión propia. Pues sí, lo es, tan absurdo como a veces inevitable. Es como cuando te sientes triste y no se te ocurre nada mejor que hacer que encerrarte en una habitación lejos de todos a escuchar canciones tristes de amor.

Me gusta la lluvia. Pero más me gusta ver el final. Cuanto más oscuro y gris está el cielo sobre nuestras cabezas, siempre llega un momento en que se acaba. A veces incluso, el sol se abre camino entre las nubes y nos obsequia con un precioso arco iris. Es cuando cierro el libro, apago la música y salgo a la calle. A borrar de mi mente los fantasmas que me impedían seguir caminando. A sacudirme de encima la culpabilidad sobre lo que pude haber hecho para hacer que se fueran. A concederme al fin el perdón, pensando que uno mismo, como la lluvia, no puede gustar a todos.