17 de noviembre de 2015

El día de mercado


Los viernes era día de mercado, y al igual que para los aldeanos de los pueblos de la zona, para mis hermanos y yo era un gran día. Nos levántábamos más tarde que de costumbre y podíamos desayunar en la cocina con mamá, sin escuchar las charlas de la abuela ni tener cuidado con nuestra postura en la mesa o nuestras bromas. Yo era la más bromista de los tres, y mi abuela, aunque acababa no pocas veces riendo sin querer con mis gracias, me adjudicó desde bien pequeña la coletilla "sarrena txarrena" (la mayor, la peor), que me siguió como una sormbra durante unos años.

En verano, mi padre o mi tío llevaban a la abuela cada viernes al mercado de Mungía, a seis kilómetros de distancia del caserío. Ella se arreglaba como para ir a misa Mayor, elegante en sus eternos colores negro, gris y malva. Todas sus faldas y chaquetas eran grises o negras, y sus camisas y vestidos, siempre estampados en colores lila, violeta, malva o rosa palo. Mamá le había hecho muchos de estos últimos. Cada verano la abuela le encargaba unas cuantas piezas de ropa, y mamá era una modista maravillosa y muy rápida. 

Recuerdo algunos años, al principio, en que  mi abuela llevaba al mercado un cesto de mimbre marrón oscurecido cubierto con un paño de cuadros azul y blanco, que a la vuelta venía cubriendo las compras. Nosotros esperábamos nerviosos su regreso, corriendo hasta el camino cada vez que escuchábamos un claxon en la cuesta  del molino, porque sabíamos que a la vuelta, en un rincón de su cesta, la abuela nos traería alguna sorpresa, generalmente un chupa-chups para cada uno. Recordándolo ahora, imagino la cara de mis hijos si en algún día especial les hubiese traído un caramelo, y no sé si sonreír o llorar, si soy sincera.

Mi abuela materna era una mujer grande y fría -más grande que el abuelo-, a la que solo veíamos emocionarse ligeramente en septiembre el día de nuestra partida, mientras el coche de papá se alejaba de la casa por el camino de grava, y su figura se iba haciendo pequeña a través del cristal trasero del Seat 124. No soy capaz ahora mismo de recordar haberla visto llorar mientras nos besaba uno a uno un rato antes de partir, fríamente y por turno. Ni siquiera al besar a mamá -ella sí pasaba el resto del camino sollozando en silencio, y ninguno de nosotros se atrevía a decir nada-. Es posible que también la abuela esperara a que el coche fuera ganando velocidad poco a poco a través del polvo de aquel caminito de una sola vía que mi abuelo y sus vecinos habían construido con sus propias manos. No me cuesta imaginarla regresar en silencio a su cocina, sentarse en su taburete junto al fuego y apoyar la cabeza sobre las manos, con los codos sobre su delantal azul añil y los ojos vidriosos.

En aquellos años, nosotros siempre nos sentimos distintos a los demás primos. Éramos los únicos nietos que vivían fuera durante el año, y los únicos también que pasaban los veranos en la casa. Aunque Madrid no estuviera tan lejos, para mis abuelos hubiera sido exactamente lo mismo si hubiésemos vivido en Arkansas. De hecho, la abuela Juana llamaba ´Iñolaterra´ a todos los lugares del mundo que estaban fuera de Euskadi. En realidad, apurando un poco, aquel término suyo valía para todo el territorio exterior a Vizcaya, Álava incluida, y no digamos Burgos.

Recuerdo un par de veces en que mi abuela estaba cansada el día de mercado, y los que acudieron en su lugar a Mungia fueron mis padres. Lo único positivo de aquellas ocasiones era esperar el regreso de papá y mamá a mediodía, y la sorpresa que nos traían, que siempre solía ser algo más que un chupa-chups. Porque pasar unas horas a solas con la abuela era algo para lo que nunca estuvimos lo suficientemente preparados. La abuela era una buena mujer, trabajadora y piadosa, pero nos imponía mucho respeto. Además, tenía tan arraigado su nacionalismo y la frustración que le supuso que su hija se casara con un hijo de ´inmigrantes´, que no perdía oportunidad de recordarnos, cada vez que nos quedábamos solos con ella, el color tostado de nuestra piel. Años después supe que alguna vez llegó a referirse a nosotros como "los hijos del gitano". La buena mujer tenía la creencia de que los vascos, por alguna razón que no he llegado a entender aún, debían de ser todos rubios y de piel lechosa, como mis primos, y mis hermanos y yo, hijos de un bilbaíno de raíces castellano-manchegas y piel morena, éramos la excepción de su blonda familia.

De la infancia en Madrid, una de las cosas que recuerdo más vivamente a pesar de mi mala cabeza, son las abuelas de mis amigas del colegio. Abuelas que vivían cerca, que me hacían la merienda como a sus nietas cuando íbamos a su casa a pasar la tarde, abuelas de piel blanca y abultados carrillos mullidos y suaves, de meriendas de pan con chocolate. Abuelas que daban besos en martes y en jueves, incluso a mí. Que reían con nuestras cosas. A veces, cuando una de mis amigas de entonces se quejaba de su familia, yo la miraba atónita pensando en su suerte. Pero quién sabe... es posible que también yo, con el tiempo, haya tergiversado a mi abuela. Al fin y al cabo, tengo guardada en algún lugar de mi memoria su risa mirando mis payasadas en la cocina del caserío alguna noche. Cuando después del rosario y la cena, nos dejaban quedarnos un rato cerca del fuego con los mayores. 






4 comentarios:

  1. Vascos rubios? Será en el estado independiente de Munguia. Con todo respecto para tu abuela.
    Me ha gustado, desnudas tu pasado muy elegantemente.
    Un abrazo Izaskun.

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  2. Qué bonita forma de decirlo, Nacho. Muchas gracias. Y otro abrazo.

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